lunes, agosto 27, 2012

La conferencia olvidada


 Autor: Alejandro Ortiz Cotte

Publicado: en lado B, 21 de agosto de 2012

     El 26 de agosto se cumplirá el 44º aniversario de la inauguración de la Segunda Conferencia Episcopal Latinoamericana (II CELAM) celebrada en Medellín, Colombia, mejor conocida como la Conferencia de Medellín, simplemente. ¿Por qué es importante esta conferencia que se celebró hace tanto? ¿Por qué es importante rescatarla del olvido y de la ignorancia de tanto cristiano?
     Considerada como el “Concilio Vaticano II latinoamericano” por su importancia, es dónde la iglesia católica de américa Latina construyó una identidad propia, no en paralelo, ni en contradicción con su matriz madre (el catolicismo) sino como una forma concreta de ser católico desde las realidades especificas, especiales y únicas de Latinoamérica.
     La historia cuenta que algunos obispos latinoamericanos reunidos en Roma, durante el Concilio Vaticano II, se reunieron para discutir cómo iban a aplicar las importantes reformas que emanaban del Concilio, y aprovecharon el espacio para, también, expresar su molestia por un concilio universal que no tomó en cuenta las realidades latinoamericanas y caribeñas, ya que ciertamente, predominó una “visión eurocéntrica” más que una visión global o universal. Por lo cual, decidieron crear una conferencia que tuviera el impacto del Vaticano II pero a nivel latinoamericano. De ahí que la conferencia de Medellín en 1968, así como su documento conclusivo que lleva el mismo nombre, son la “carta magna” donde nacerá la Iglesia latinoamericana, la iglesia popular, la iglesia de liberación. Aquí la Iglesia católica del continente aprendió a vestir con sus propios colores y sabores el proyecto de su fundador: el reinado de Dios.
     Y fue cuando el evangelio maduró en nuestras tierras, ya que después de la conferencia, la dinámica del Espíritu de liberación inundó toda América Latina, empezaron a surgir nuevas formas de ser iglesia -como las comunidades eclesiales de base-, nuevas maneras de acercarse al pueblo de Dios –como la religión popular, las misiones a las periferias, las comunidades insertas, etc.-, nuevos espacios de estudio –como el Instituto Pastoral latinoamericano (IPAL) o como los círculos bíblicos-, nuevos cantos –como la misa nicaragüense-, nuevos encuentros y nuevos sueños. Pero sobre todo ocurrió el milagro, casi imposible de realizarse en tiempos actuales: los sacerdotes, los obispos, las religiosas, siempre tan lejos del pueblo y tan cerca de Roma, caminaron al revés y encontraron en el rostro del pobre la imagen del Dios vivo y resucitado que tanto anhelaban.
     Ante tanta libertad las cadenas eclesiásticas estorbaban, por lo cual la iglesia latinoamericana empezó a quitarse aquellos ropajes que les impedía expresar el amor y la justicia de Dios. Los sacerdotes se volvieron obreros y campesinos como en los primeros años de la iglesia, las monjas salieron de sus conventos para cantar y orar en las villas miseria, crearon colegios y hospitales para pobres, pusieron sus casitas en las favelas, en las periferias; no tenían esas camionetas que hoy les estorban para vivir su votos, caminaban y se transportaban como el pueblo. Era lindo viajar en el “bus” junto con el padrecito o junto con la hermana. Las celebraciones litúrgicas se volvieron una “mesa compartida”, llenas de cantos y colores, las parroquias se volvieron centros de solidaridad engendrando los primeros centros de derechos humanos del continente. Olía a Reino de Dios.
     Esto que parece tan normal y consecuente con los mensajes del Vaticano II y con el mismo evangelio, dio un tremendo susto en la curia romana, el centro del poder eclesiástico en Roma. Y dio más cuando África y Asia querían imitar a América latina buscando sus propios colores, bailes y formas para vivir su catolicidad. Así que rápidamente, para impedir que el virus del evangelio se volviera una epidemia, desde Roma pusieron un plan para acabar con esta primavera eclesial. En cuatro años después, -en 1972- ya había todo un equipo, para contrarrestar a la iglesia latinoamericana. Desde las oficinas de la conferencia Episcopal latinoamericana, liderada por el obispo colombiano López Trujillo, personaje oscuro y poco cercano al evangelio, nacía la estrategia neoconservadora que por décadas se dedicaría a golpear a la iglesia popular. Este obispo empezó a tumbar todo lo que oliera a liberación: cerró seminarios actualizados y cercanos a la gente, clausuró institutos de pastoral que utilizaban las ciencias sociales para conocer y diagnosticar la realidad, calló a teólogos y expulsaba a todo aquel que pensara diferente a él, se alió a los dictadores para perseguir a los “revoltosos” (en aquella época rojos, hoy ya no importa el color), en pocas palabras un verdadero demonio.
     Como la lucha no cedía, la iglesia romana votó por un Papa para mantener la misma línea, un Papa que olvidó los evangelios y adoptó, como libro de cabecera, el derecho canónico, un Papa que por más que viajó por el mundo entero no lo conoció ni mucho menos lo comprendió. Su asesor y mano derecha, un ex teólogo de vanguardia, será el nuevo inquisidor de la iglesia latinoamericana, el tendrá el suficiente poder para callar, humillar y expulsar a los sacerdotes comprometidos, a las monjas pensantes y críticas y a los laicos no serviles. Su premio muchos años después será el papado actual.
     Recordar este momento eclesial es traer viento fresco a nuestra caminar como iglesia. No olvidarlo es mantener el sueño de que sí es posible vivir el proyecto de Jesús de Nazaret. Mantener este ideal es seguir siendo subversivos como lo hizo nuestro fundador.
     Los católicos honestos con el evangelio, que buscan una renovación eclesial, deberían conocer y estudiar el documento de Medellín, ahí encontrarán las semillas que hicieron posible que en América latina, aunque sea por algunos momentos, el continente luciera los bellos colores del Reino de Dios.

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