Autora:
Luz del Carmen Montes Pacheco
Publicado:
e- consulta, 15 de mayo de 2012
La
masificación de la educación, al mismo tiempo que trajo beneficios para muchas
personas, trajo consigo la multiplicación de ideas que nos han hecho mucho daño.
Las ideas a las que me referiré son creencias tan ancladas que rigen la
práctica tanto de muchos de los y las docentes que están frente a un grupo de
estudiantes, de cualquier nivel educativo, como de muchos directores de escuela
o políticos que toman decisiones educativas de envergadura.
“La
letra con sangre entra” Quién no ha escuchado esta frase, unas veces con tono
sarcástico y otras con algo de añoranza. ¿Se añoran los tiempos duros en los
que los maestros eran autoridades que podían imponer orden y disciplina a
través de castigos? No me malinterprete, los profesores no extrañamos el poder
mal ejercido, añoramos el orden y la disciplina. Entre más queremos alejar la
figura castigadora nos acercamos a la figura permisiva y débil que no puede
establecer reglas claras que permitan un ambiente de respeto y organización
para el aprendizaje.
“No
puedo iniciar con el programa del curso porque no todos tienen el mismo nivel”.
Esta es una de las afirmaciones más escuchadas entre los profesores de
matemáticas.
Se dedica un buen tiempo del curso para “repasar los conocimientos
nunca aprendidos”, como dice un buen amigo. Nos olvidamos de las tan sonadas “diferencias
individuales”, que incluyen conocimientos, y se nos dificulta establecer un
punto de partida que sea un reto para los que menos saben y un calentamiento
para los que tienen el nivel requerido. Los profesores tenemos que aprender a
usar estrategias de ayuda ajustada: más atención al que necesita más ayuda,
menos al que camina solo. En la realidad, el ritmo lo marcan los que más saben.
“Primero
la teoría y luego la práctica”. Antes de una práctica de laboratorio o de una
práctica de campo, el profesor tiene que explicar lo que “cree” que los
estudiantes tienen que saber. No se hace un diagnóstico de lo que saben o no se
les da la oportunidad de que observen un fenómeno social o de laboratorio y
busquen por ellos mismos una explicación.
En el fondo hay mucho miedo a la
incertidumbre, queremos un camino seguro.
“Una
persona no puede centrar su atención para aprender más de 50 minutos”. Puede
ser que la atención mejore si descansamos nuestra mente cinco minutos cuando
hay una actividad intelectual intensa o que nuestro cuerpo requiera un pequeño
ejercicio físico para evitar malas posturas y contracción de músculos. Pero de
eso a que periodos largos destinados a actividades de aprendizaje sean
antipedagógicos, hay mucha distancia.
¿Cuánto tiempo navegamos en internet
buscando información? ¿Cuánto tiempo y atención nos lleva ver una película de
misterio? ¿Cuánto tiempo podemos dedicarle a un texto interesante? Y lo que
suena peor ¿cuánto tiempo nuestros estudiantes están presentes y atentos en las
redes sociales? El reto es diseñar actividades de aprendizaje en las que se
favorezca la concentración, se promueva la participación activa de los
estudiantes y sea un reto intelectual.
“Yo
cuido el aspecto emocional de mis alumnos porque les doy palmaditas en la
espalda y los trato con cariño” Este
tipo de conductas no son malas, pero son insuficientes y hasta inútiles para
atender la dimensión afectiva del educando. Hay motivación cuando el profesor
muestra aceptación y respeto casi incondicional del estudiante como persona con
capacidades para aprender y cuando el profesor diseña actividades difíciles
pero alcanzables; la idea subyacente al dejar tareas fáciles y sin reto es los
estudiantes no son capaces de lograr tareas con cierto grado de dificultad. Hay
que alimentar la satisfacción por el logro.
Ideas
que vienen de la familia como “las
matemáticas son horribles” o “¡qué bueno que no hay tarea para mañana!”. Ideas
de los mismos estudiantes como “ojalá no llegue hoy el
profesor”, “no puedo aprender porque yo soy visual y el profesor es más verbal”
o “no puedo hacer eso porque como soy del hemisferio derecho…” Son ideas que
perjudican el proceso educativo.
Si
los profesores no cuestionamos ciertas conductas, de los estudiantes y de nosotros
mismos, y las ideas que están detrás de ellas, difícilmente podemos mejorar
nuestras prácticas. El cambio se da en el día con día, trabajando nuestro “ser
docente” para lograr una mente abierta a la autocrítica, una práctica
reflexionada sobre las actividades que diseñamos para que nuestros estudiantes
aprendan y un diálogo permanente y abierto sobre estas cuestiones con nuestros
estudiantes.
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