Publicado: Síntesis
Tlaxcala, 25 de septiembre de 2013
Las marchas, plantones, desalojos de miembros de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación en el DF y sus antecedentes en Oaxaca, Guerrero y Michoacán principalmente, junto con la forma en la que los medios de comunicación, especialmente los audiovisuales, han presentado estas situaciones a la opinión pública han creado una animadversión hacia cualquier forma de participación política de maestras y maestros.
Es
común escuchar las voces de opinadores en la radio y la televisión o leer sus
textos y encontrar en ellos la idea de que los docentes deben estar en el aula,
pues ahí es su verdadero lugar. Argumentan que sin educación el país irá a
ningún lado. El problema de los maestros politizados –tiende a pensarse- es que
no solo invaden los derechos de los demás, desquiciando las ciudades,
dejándolas sucias e incluso vandalizadas, sino que descuidan al tesoro de
nuestra patria, la niñez que debe encontrar en los templos llamados escuelas el
conocimiento que los ha de llevar a ser los pro-hombres y mujeres que cambiarán
el devenir de la patria, pues son nuestro futuro.
Me
parece que este es un razonamiento simple, simplista, y cómo tal merece
desconfianza, al menos hasta no examinarlo más detenidamente.
La
visión referida de la realidad parte de la consideración de que educar consiste
en algunas cosas básicas: transmitir conocimientos, dar urbanidad y buenas
maneras y moralizar a las personas para que se comporten tal cual la sociedad
espera que lo hagan. Conservar el status quo. Una idea con la que nació lo que
pudiera llamarse el sistema educativo nacional.
Resulta
que en tiempos del porfiriato, después del desangramiento fraticida que duró
casi tres cuartas partes del siglo XIX, un grupo de tecnólogos (médicos,
ingenieros, abogados) pensaron que la solución a tanta violencia y división
vivida en el país era dar educación científica, como dictaba el positivismo
enseñado por Augusto Comte e importado a México por Gabino Barreda.
Si
había diferencias políticas surgidas por las ideas filosóficas y religiosas de
los diversos grupos sociales, estas acabarían cuando rigiera en México la
más pura, aséptica y neutral ciencia, aprendida en una escuela de iguales características.
La educación impulsaría el orden y el progreso, porque las personas no
discutirían entre sí: ¿no es innegable que dos moléculas de hidrógeno y una de
oxígeno es agua, aquí y en cualquier lugar?
Educar,
entonces, se convirtió en trabajo en pro del orden social, económico y político
establecido (el cual, por supuesto, no debía ser cuestionado) y los profesores
en enseñantes pulcros, sin contaminaciones ideológicas, lejanos de la realidad,
ilustrados a más no poder.
Esto
suena interesante cuando una nación está convulsionada, pero tiene el problema
de que la realidad no funciona así, que el orden erigido por un grupo de poder
no es necesariamente el que procura el bien común; que la disposición social
que produce un número cada vez mayor de pobres y la concentración de la riqueza
en poquisisisisisísimas manos no es ni deseable, ni aceptable, ni justo, ni
producto de la casualidad o los designios de un Dios.
La
educación positivista es insuficiente porque despolitiza, porque rebaja a los
docentes a meros dosificadores de información y no les da el lugar que
realmente tienen: acompañantes del proceso por el cual una persona se asume
como tal, camina hacia la autonomía en una relación de horizontalidad
conflictiva y colaborativa con los demás con quienes tiene que asumir la
responsabilidad de las cosas públicas que les atañen. La educación es incursión
en la ciudadanía.
Así,
formar personas es una tarea política y tiene que ser realizada en contacto con
la realidad, el único lugar en el que puede entenderse que ser humano implica
vivir en una cultura de promoción, exigencia y vivencia de los derechos
humanos, de la praxis de la justicia; que esto implica más que conocer:
promoción de la valoración, de la toma de decisiones. Realización de proyectos
e interacciones con los actores sociales para que los educandos vayan siendo
cada vez más competentes para comunicarse y lograr acuerdos sociales, para
mirar críticamente la realidad, para ejercer liderazgo, tener una perspectiva
global de las cosas y no meramente técnica o de sentido común.
¿Cómo
podrá realizarse tal labor si los profesores no son autónomos, capaces de
ejercer su liderazgo comunitario, de exigir sus derechos personales, gremiales,
laborales, si no tienen una visión crítica de la realidad, no necesariamente
coincidente con los grupos de poder y políticos, pero sí dialogante con ellos
para encontrar los mínimos que den viabilidad a un proyecto de nación en el que
todos quepamos con mayor dignidad?
Despolitizar
al magisterio es traicionar a la educación, porque es traicionar la forma de
ser humano que encuentra en la ciudadanía la expresión más clara de la
criticidad, la solidaridad, la creatividad, la capacidad de integrar afectos,
razón y voluntad, la libertad y la apertura a la trascendencia.
Busquemos,
sí, formas de interacción política. Trabajemos por la formación de ciudadanos.
Politicemos realmente al magisterio, lo cual es mucho más que plantones y
marchas y es una perspectiva humanizante que cree que un espacio para la
justicia y la vida humana digna es posible. Educar es condición para lograrlo y
los educadores los actores clave que harán de este proceso algo más que un
simple deseo, grito o plantón: una militancia profundamente política, con las
personas en el centro de la escena y el bien común como horizonte de un empeño
que bien vale la pena.