Autor:
Alejandro Ortiz Cotte
Publicado: en lado B, 21 de agosto de 2012
El
26 de agosto se cumplirá el 44º aniversario de la inauguración de la Segunda
Conferencia Episcopal Latinoamericana (II CELAM) celebrada en Medellín,
Colombia, mejor conocida como la Conferencia de Medellín, simplemente. ¿Por qué
es importante esta conferencia que se celebró hace tanto? ¿Por qué es
importante rescatarla del olvido y de la ignorancia de tanto cristiano?
Considerada
como el “Concilio Vaticano II latinoamericano” por su importancia, es dónde la
iglesia católica de américa Latina construyó una identidad propia, no en
paralelo, ni en contradicción con su matriz madre (el catolicismo) sino como
una forma concreta de ser católico desde las realidades especificas, especiales
y únicas de Latinoamérica.
La
historia cuenta que algunos obispos latinoamericanos reunidos en Roma, durante
el Concilio Vaticano II, se reunieron para discutir cómo iban a aplicar las
importantes reformas que emanaban del Concilio, y aprovecharon el espacio para,
también, expresar su molestia por un concilio universal que no tomó en cuenta
las realidades latinoamericanas y caribeñas, ya que ciertamente, predominó una
“visión eurocéntrica” más que una visión global o universal. Por lo cual,
decidieron crear una conferencia que tuviera el impacto del Vaticano II pero a
nivel latinoamericano. De ahí que la conferencia de Medellín en 1968, así como
su documento conclusivo que lleva el mismo nombre, son la “carta magna” donde
nacerá la Iglesia latinoamericana, la iglesia popular, la iglesia de
liberación. Aquí la Iglesia católica del continente aprendió a vestir con sus
propios colores y sabores el proyecto de su fundador: el reinado de Dios.
Y
fue cuando el evangelio maduró en nuestras tierras, ya que después de la
conferencia, la dinámica del Espíritu de liberación inundó toda América Latina,
empezaron a surgir nuevas formas de ser iglesia -como las comunidades
eclesiales de base-, nuevas maneras de acercarse al pueblo de Dios –como la
religión popular, las misiones a las periferias, las comunidades insertas,
etc.-, nuevos espacios de estudio –como el Instituto Pastoral latinoamericano
(IPAL) o como los círculos bíblicos-, nuevos cantos –como la misa
nicaragüense-, nuevos encuentros y nuevos sueños. Pero sobre todo ocurrió el
milagro, casi imposible de realizarse en tiempos actuales: los sacerdotes, los
obispos, las religiosas, siempre tan lejos del pueblo y tan cerca de Roma,
caminaron al revés y encontraron en el rostro del pobre la imagen del Dios vivo
y resucitado que tanto anhelaban.
Ante
tanta libertad las cadenas eclesiásticas estorbaban, por lo cual la iglesia
latinoamericana empezó a quitarse aquellos ropajes que les impedía expresar el
amor y la justicia de Dios. Los sacerdotes se volvieron obreros y campesinos
como en los primeros años de la iglesia, las monjas salieron de sus conventos
para cantar y orar en las villas miseria, crearon colegios y hospitales para
pobres, pusieron sus casitas en las favelas, en las periferias; no tenían esas
camionetas que hoy les estorban para vivir su votos, caminaban y se
transportaban como el pueblo. Era lindo viajar en el “bus” junto con el
padrecito o junto con la hermana. Las celebraciones litúrgicas se volvieron una
“mesa compartida”, llenas de cantos y colores, las parroquias se volvieron
centros de solidaridad engendrando los primeros centros de derechos humanos del
continente. Olía a Reino de Dios.
Esto
que parece tan normal y consecuente con los mensajes del Vaticano II y con el
mismo evangelio, dio un tremendo susto en la curia romana, el centro del poder
eclesiástico en Roma. Y dio más cuando África y Asia querían imitar a América
latina buscando sus propios colores, bailes y formas para vivir su catolicidad.
Así que rápidamente, para impedir que el virus del evangelio se volviera una
epidemia, desde Roma pusieron un plan para acabar con esta primavera eclesial.
En cuatro años después, -en 1972- ya había todo un equipo, para contrarrestar a
la iglesia latinoamericana. Desde las oficinas de la conferencia Episcopal
latinoamericana, liderada por el obispo colombiano López Trujillo, personaje
oscuro y poco cercano al evangelio, nacía la estrategia neoconservadora que por
décadas se dedicaría a golpear a la iglesia popular. Este obispo empezó a
tumbar todo lo que oliera a liberación: cerró seminarios actualizados y
cercanos a la gente, clausuró institutos de pastoral que utilizaban las
ciencias sociales para conocer y diagnosticar la realidad, calló a teólogos y
expulsaba a todo aquel que pensara diferente a él, se alió a los dictadores
para perseguir a los “revoltosos” (en aquella época rojos, hoy ya no importa el
color), en pocas palabras un verdadero demonio.
Como
la lucha no cedía, la iglesia romana votó por un Papa para mantener la misma
línea, un Papa que olvidó los evangelios y adoptó, como libro de cabecera, el
derecho canónico, un Papa que por más que viajó por el mundo entero no lo
conoció ni mucho menos lo comprendió. Su asesor y mano derecha, un ex teólogo
de vanguardia, será el nuevo inquisidor de la iglesia latinoamericana, el
tendrá el suficiente poder para callar, humillar y expulsar a los sacerdotes
comprometidos, a las monjas pensantes y críticas y a los laicos no serviles. Su
premio muchos años después será el papado actual.
Recordar
este momento eclesial es traer viento fresco a nuestra caminar como iglesia. No
olvidarlo es mantener el sueño de que sí es posible vivir el proyecto de Jesús
de Nazaret. Mantener este ideal es seguir siendo subversivos como lo hizo
nuestro fundador.
Los católicos honestos con el evangelio, que buscan una
renovación eclesial, deberían conocer y estudiar el documento de Medellín, ahí
encontrarán las semillas que hicieron posible que en América latina, aunque sea
por algunos momentos, el continente luciera los bellos colores del Reino de
Dios.