Texto publicado en Síntesis, Tlaxcala, el 25 de octubre de 2012.
Hoy la reforma laboral está en el medio político mexicano, con su larga lista de
declaraciones, los dimes y diretes de los diversos actores del mundo laboral y
las charlas de sobremesa y de café de los ciudadanos en general. La gama de
actitudes asumidas ante las modificaciones a la Ley Federal del Trabajo que se
cocinan en el poder legislativo me han hecho pensar en la forma en la que los
ciudadanos solemos relacionarnos con lo legal.
Dos palabras expresan lo que siento y pienso: magia y ornato.
Por una parte, las leyes –ni conocidas, ni comprendidas- y sus
administradores se nos presentan con visos mágicos. La magia, como la define el diccionario
de la Real Academia de la Lengua Española (RAE) es el “Arte o ciencia oculta con que
se pretende producir, valiéndose de ciertos actos o palabras, o con la
intervención de seres imaginables, resultados contrarios a las leyes naturales”.
Ante un malestar derivado de la convivencia social
o de las relaciones comerciales el ciudadano voltea a ver a los abogados,
ministerios públicos, jueces casi como magos para pedirles que con sus conjuros
consignados en ininteligibles documentos jurídicos resuelvan sus conflictos. Y
así, recurriendo a lo que no se entiende se esperarían los resultados
inmediatos por la intercesión de los pontífices de lo legal.
Por
otra parte, la cotidianidad nos muestra ciudadanos que en caso de no sentirse
afectados por algo miran a la ley como un ornato, pero resuelven sus asuntos
como cada quien los entiende: ignorando las cosas, tomando justicia por propia
mano, haciendo mitote y presión política. La legislación no es algo que
realmente haya que tomar en cuenta.
Lo
que se pierde en esta manera de vivir la vida pública es la posibilidad de que
nuestros esfuerzos se articulen razonablemente en un instrumento normativo y
que quedemos a expensas de capricho, el arbitrio y la impunidad del poderoso…
¿Por
qué sucede esto? La respuesta debe ser compleja, pero seguramente tiene que ver
con que nuestra la ciudadanía vivimos como espectadores y sentimos todo ajeno a
nosotros.
Es
necesario pensarnos de otra manera. Las leyes no son producto de fuerzas
sobrenaturales, sino de mujeres y hombres de carne y hueso con intereses
específicos, que nos representan o no y que aciertan o se equivocan; en última
instancia son nuestros empleados. A ellos hay que indicarles la tarea y pedir
cuentas de lo que hacen. El sistema judicial es administrado por otros
ciudadanos, también empleados nuestros, cuya tarea debemos comprender. Lo legal
es nuestro y no nos podemos permitir el lujo de alienarlo.
En
las instituciones educativas y las familias no hay una pedagogía de la
ciudadanía, no se permite a las personas aprender a ser ciudadano, responsable
de la ley, capaz de utilizarla razonablemente, de crearla, de modificarla. Las
normas están dadas siempre por alguien más y sólo hay que obedecerlas o
ignorarlas y confiar en algún ser humano o instancia que la administre ante
nuestros ruegos. Cuando mucho se habla de las leyes y en alguna clase de cívica
y ética o de introducción al derecho se les refiere, pero NO se permite a los
alumnos vivir como protagonistas de su propio compromiso razonable con los
demás. Se forma cuando mucho espectadores o consumidores de la ley.
Y
sin embargo sí se puede avanzar para que las personas vivamos las normas y
preceptos como algo propio, que articule nuestra existencia en sociedad. El
desafío es inventar las formas para aprender haciéndolo.
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