Autor: José Rafael de Regil Vélez, datos del autor haz click aquí
Publicado:
Síntesis Tlaxcala, 21 de octubre de
2013
En la
cultura del Altiplano del país suele ser motivo de escándalo –o cuando menos de
acusación de mal gusto- que una persona ocupe palabras malsonantes. Esos
vocablos conocidos por casi todos nuestros contemporáneos son reservadas para
los momentos en los que se está con los íntimos, con quienes podemos mostrarnos
tal como somos. De no ser así, se piensan que son para la "gente que no
sabe conducirse en sociedad", para los incultos.
Pareciera
que el de las palabras es un asunto de urbanidad y buenas maneras, de saberse
comportar entre la gente bien. Concediendo alguna razón a las buenas
conciencias que se regodean en decir a sus distintos y semejantes cómo han de
conducirse, habría que señalar que se trata de un asunto muy complejo, en el
que va de por medio mucho más que la aceptación social: lo que se juega es la
posibilidad misma de la realización humana, que requiere que las mujeres y
hombres comprendan su realidad y la nombren adecuadamente para poder dialogar y
realizar soluciones prácticas y concretas a sus problemas inmediatos e incluso
profundos, iluminados por opciones éticas que encaucen los esfuerzos humanos en
clave de dignidad y justicia.
La “maldad”
de las palabras malsonantes estriba cuando mucho en que son extremadamente
limitadas para nombrar con precisión la realidad. Cuando se dice que a alguien “se
lo llevó la fregada” el emisor del mensaje y tal vez sus receptores se sienten
involucrados afectivamente en una situación, pero realmente no dicen sino
vaguedades, suficientes emocionalmente, pero sin sentido práctico y real
alguno. Decir alguien es un cabrón señala tan solo que se distingue, pero no
precisa por qué, o para qué, ni qué calidad moral se le atribuye a ello. Se
está en el imperio de la vaguedad. Por
eso hay quienes señalan que no hay que tener miedo a las malas palabras, sino a
carecer de las necesarias para desempeñarse con mayores posibilidades en el
mundo que a cada quien le tocó vivir.
Las
palabras son los signos que utilizamos para nombrar las cosas, la realidad, con
las cuales nos hemos relacionado y que de alguna forma hemos hecho nuestras.
Las
buenas palabras son las que contienen conocimiento, comprensión, entendimiento,
aprehensión de alguna manera de lo real, sea abstracto o concreto. Sin esto el
lenguaje es vacío, sin sentido, insensato.
Si
alguien desconoce el funcionamiento del corazón, al menos de manera
superficial, no podrá hacer nada cuando le digan que tiene una cardiopatía,
excepto hacer un acto de fe ciega en quien se lo diga. Quien comprende lo
señalado puede entender lo que le dice su médico y sumarse con mucho mayor al
proceso curativo. Y así sucede en todos los ámbitos de la vida.
Los seres
humanos tenemos que encargarnos de nosotros mismos, con, por y para los demás y
habérnoslas con las circunstancias en las que nos ha tocado vivir. De otra
forma la realidad nos carga, nos impone su ritmo y sus condiciones, nos reduce
a seres heterónomos. La heteronomía a la larga nos deshumaniza, en tanto que la
autonomía solidaria nos personaliza: ser con los demás protagonistas de nuestra
existencia es, al parecer, mejor proyecto.
En una cotidianeidad
de pocas palabras, de una habla limitada y muchas veces vacía hay que lanzarse no
a la reprimenda moral, sino a la conquista del lenguaje más pertinente para
nombrar con propiedad todo aquello que impide y lo que posibilita una vida
plenamente humana.
Y eso
solo es posible atendiendo a la realidad, esforzándose por entenderla apoyados
por las palabras de quienes nos han precedido buscando sabiamente, apoyados en
el arte, la ciencia, la filosofía e incluso la teología. Los términos con
contenido son las herramientas para afirmar o negar las cosas lo cual nos lleva
a tomar partido, a hacernos cargo de nosotros y del mundo, creando condiciones
para tomar las decisiones más apropiadas posibles para nuestra existencia.
Hay que
decirlo abiertamente: la bondad o maldad de las palabras no debe ser
establecida porque sean malsonantes o biensonantes en un contexto social
específico, sino porque permitan comunicar la realidad que se ha entendido,
ante la cual hay que tomar partido, con la cual hay que crear condiciones para
un presente y un futuro humanizantes.
Padres de
familia, educadores, comunicadores están invitados a volver la vista a esta
cuestión y desmitificarla. Es tarea suya exigir a las nuevas generaciones a
vencer la flojera, la superficialidad de hablar con términos precisos, esos que
nos pueden decirse conteniendo generalidades.
Hacernos
de un patrimonio de palabras no se trata de un asunto de niños bien portados y
decentes, sino de seres humanos dispuestos a dedicarse a la más apasionantes de
todas las obras: la de la construcción de un espacios y lugares en los cuales los
humanos seamos justamente tales, sin moralina y sí con ética, es decir, con la
experiencia, la reflexión y el diálogo que se comprometen con la causa de la
fraternidad y la justicia. No hay que tener miedo a las palabras, sino a no
tener las suficientes para resolver nuestro ser con, por y para los demás en el
mundo.
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