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Publicado: en lado B, 18 de septiembre de 2012
Todos
los días tomamos decisiones, pero no siempre obtenemos los resultados que
quisiéramos con éstas. En el trabajo a los profesionales nos pagan por decidir,
nos remuneran por hacer elecciones apropiadas, pero casi nadie ha recibido
entrenamiento para hacer bien esta tarea. Saber tomar decisiones efectivas es
probablemente la competencia más importante que podemos poseer como
profesionales de cualquier campo. Sin embargo, poco se nos ha enseñado al
respecto en las universidades y en las empresas. Quizás porque es un proceso
natural, una competencia que posee cualquier ser humano (aunque -evidentemente-
a diferentes capacidades todos) y que ejercemos diariamente, las instituciones
no han dado tanta importancia al desarrollo de dicha competencia. Nos han preparado,
en la mayoría de los casos, para analizar y resolver problemas pero no para
decidir, que es un proceso cognitivo mucho más complejo y vital.
Nuestra
vida es reflejo de las prioridades que tenemos cuando decidimos; somos lo que
decidimos. Lo que tenemos o no tenemos en el trabajo también es producto, en
gran medida, de las decisiones que hemos tomado. Luego entonces, son las
elecciones que hacemos las que crean nuestro presente y dan forma a nuestro
futuro, tanto a nivel personal como a nivel laboral. Ahora bien, hablando de la
jerarquía organizacional, un directivo o líder tiene bajo su responsabilidad
poder de influencia sobre muchas más personas y recursos que alguien que no
posee dicho cargo. Lo que decide impactará a más de uno de manera importante.
Ahí radica la relevancia de sus decisiones: la trascendencia de éstas en otros
seres humanos y, por consiguiente, en el medio ambiente o entorno. La
envergadura del impacto de las decisiones de un líder es ciertamente mayor que
la de cualquier otra persona y por ello un jefe debe ser, fundamentalmente,
experto y competente en la toma de decisiones.
Las
trampas de la mente
En
los procesos decisorios la mente tiende a sesgarse y, con ello, generar a veces
elecciones poco afortunadas. Nos sesgamos porque tenemos afectos, filias y
fobias; porque tenemos un pasado que influye nuestra actual forma de pensar y
nuestras prioridades; y porque la mente cae fácilmente en ciertas trampas
generalmente asociadas con el lenguaje y su uso. Hammond, Keeney y Raiffa[1]
sostienen que la mejor manera de no sesgarnos en una decisión es estar
conscientes. Para ello, recomiendan lo siguiente:
Siempre
ver un problema desde diferentes perspectivas, usando diferentes puntos de
partida o diferentes enfoques, en lugar de quedarse con la primera línea de
pensamiento que se nos ocurra.
Primero
pensar el problema por uno mismo antes de consultar a otras personas para
evitar quedar anclado por sus ideas.
Tener
la mente abierta, buscar la opinión de otros para ampliar nuestro marco de
referencia y para llevar nuestra mente a direcciones frescas.
Tener
cuidado de no anclar a nuestros consejeros o asesores con nuestras propias
ideas. Hay que contarles poco sobre las ideas, estimaciones y decisiones
tentativas que tenemos; de lo contrario nuestras propias ideas simplemente
regresarán a nosotros.
Estar
alertas de no anclarnos en las negociaciones con la propuesta inicial de la
contraparte. Hay que pensar antes nuestra propuesta para no sesgarnos con la
del otro porque generalmente la mente se “sujeta” de la primera idea escuchada.
No
podemos controlar del todo los resultados de nuestras decisiones, pero sí
podemos controlar en mayor medida el proceso a través del cual hacemos nuestras
elecciones. De ahí la importancia de interiorizar un método sólido para
decidir. Una metodología que asegure que la mayoría de los riesgos importantes
están considerados y que minimice el impacto de la incertidumbre que siempre
existirá en todo proceso decisorio.
Operativamente,
una decisión puede ser considerada exitosa si logra lo que se proponía. Luego
entonces, todo proceso de decisión debe iniciar sabiendo qué se espera como
resultado de las elecciones que se tomarán. Sin embargo, también podemos
evaluar la calidad de una decisión con base en elementos más amplios de
consideración, por ejemplo, con base en su impacto -positivo o negativo- en las
personas; o su impacto en la ecología, la justicia, etc. Es decir, más allá del
resultado particular o específico que buscaba obtener, evaluar su impacto en la
foto ampliada, es decir, su impacto ético.
En
una escuela de negocios centrada en la filosofía ignaciana, como la Ibero, es
crítico defender procesos decisorios que observan la foto más amplia y no la
foto pequeña. Como lo decía el actual superior general de la Compañía de Jesús,
Adolfo Nicolás, nuestras universidades no deben formar a los mejores del mundo,
sino a los mejores para el mundo.
Esto implica que debemos enseñar y
aprender a decidir con referentes amplios, no cortos, y con una conciencia
también ampliada.
[1] HAMMOND John, KEENEY Ralph y RAIFFA Howard, “The
hidden traps in decision making”, Harvard Business Review, January 2006.
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