Autora: Rocío Barragán de la Parra
Publicado: La Primera de Puebla, 30 de mayo de 2013
Hace un par de noches tuve la oportunidad de
observar un
bellísimo anochecer: la luna estaba
esplendorosamente llena y
parecía estallar en una gama de tonos naranjas, su luz se
reflejaba sobre el mar y, mientras caminaba a orilla de la playa,
observaba cómo las olas parecían acunarla; el conjunto del
paisaje y el momento compartido con quien amo me llenó de paz
y esta experiencia me hizo pensar, por enésima vez, en el valor
de la gratuidad.
Inmersos en el día a día hemos perdido la capacidad de
sorprendernos y disfrutar de las cosas sencillas y gratuitas de la
vida; aquellas que no implican un desembolso económico para
obtenerlas. La vorágine de nuestra cotidianidad y el hábito de
vivir más en el tener/demostrar que en el ser / trascender ha
deshabilitado el don de la gratuidad, y con ello la capacidad de
sorprendernos, valorar y disfrutar de los obsequios que
diariamente se nos ofrecen.
Explorando un poco más sobre el tema encontré que lo valioso
de la gratuidad es entenderla justo como un don, es decir como
un regalo, como una habilidad, o como un rasgo característico
de la personalidad; de ahí viene la costumbre de dar las gracias,
honrar, agradar, congratular y/o reconocer lo que se nos otorga
sin compromisos o sujeciones.
Las personas estamos hechas para dar y recibir, experimentamos
la felicidad al dar o servir, porque - aunque no siempre lo
hacemos de modo consciente -, cuando damos también
recibimos el bien que hacemos. Así pues la gratuidad es un signo
de trascendencia humana y se origina en la capacidad de dar(se);
de manera que si ésta no fuese un don correríamos el riesgo de
disfrazar en ella la manipulación, la obligatoriedad o el
compromiso; desvirtuando su finalidad.
La dimensión del agradecimiento tiene un efecto liberador,
puede ser común recibir de quien menos esperamos y esa acción
nos permite reconocernos como sujetos dignos, valiosos y libres;
valores que nos acercan a nuestros semejantes ya que apuntalan
nuestra capacidad para acoger, compartir y convivir.
La gratuidad se experimenta como una experiencia de riqueza
personal que nos permite vivir libre y plenamente trascendiendo
en y a través de las cosas más sencillas de la vida y así como la
experimentamos a través de las personas, podemos ser capaces
de vincularnos con nuestra realidad: Disfrutar la naturaleza, el
clima, el paisaje, la ciudad, la puesta de sol, la inmensidad del
cielo, el esplendor del día o de la noche, la profundidad del mar,
la espesura del bosque, la composición del paisaje, el olor de la
vegetación, el trino de las aves, el caminar lento de las ovejas
pastoradas, el viento sobre el cuerpo o las manifestaciones de
afecto que aún en personas o situaciones desconocidas pueden
evocarnos recuerdos y generarnos sonrisas.
Si decidimos acoger la gratuidad como una actitud personal,
seremos entonces capaces de dar(nos) sin esperar nada a
cambio, compartir tiempos, espacios, experiencias, capacidades,
sentimientos; de experimentar el (auto)crecimiento a través del
compartir y recibir, entregándonos más profundamente a
nosotros mismos y a los demás.
Sin desmerecer las ventajas, beneficios y comodidades de las
transacciones económicas y materiales; es importante reconocer
la gratuidad como una forma de mejorar la economía social; a
través de ella que podemos descubrir y valorar nuestra riqueza,
la de quienes nos rodean y la que se encuentra en nuestro
entorno familiar, laboral, ambiental y sociocultural.
Sin la gratuidad, no se alcanza la justicia -- entendida como dar a
cada quien lo que necesita --, como la apertura a un don
recíproco de ida y vuelta, donde se anida la caridad o virtud de
la verdad, donde el amor es también concebido como un don.
Aceptar la gratuidad implica disponernos a ella, cambiar la
manera en que nos relacionamos con nosotros mismos, con
nuestros semejantes y por ende con nuestra realidad; recuperar
la capacidad de asombro, dar cabida a experiencias nuevas y vivir
con ligereza con respecto a las cosas materiales para invertir el
tiempo, el esfuerzo y los talentos en aquello que sentimos y que
vamos descubriendo, hacer visible todo aquello que vivimos.
Darnos cuenta que la verdadera realidad, implica despojarnos de
viejos hábitos y actitudes; significa reconocer que en muchas
ocasiones vivimos en la impronta y embebidos en el exterior,
buscamos validarnos a través de signos sociales económicos y
materiales a los que conferimos valor. La tarea no es sencilla sin embargo podemos
empezar preguntándonos con honestidad en qué/quiénes
invertimos nuestra vida, desde dónde construimos lo que somos,
cómo concebimos el éxito, la plenitud y la felicidad.
La autora es profesora de la Universidad Iberoamericana Puebla.
Este texto se encuentra en:
http://circulodeescritores.blogspot.com
Sus comentarios son bienvenidos
parecía estallar en una gama de tonos naranjas, su luz se
reflejaba sobre el mar y, mientras caminaba a orilla de la playa,
observaba cómo las olas parecían acunarla; el conjunto del
paisaje y el momento compartido con quien amo me llenó de paz
y esta experiencia me hizo pensar, por enésima vez, en el valor
de la gratuidad.
Inmersos en el día a día hemos perdido la capacidad de
sorprendernos y disfrutar de las cosas sencillas y gratuitas de la
vida; aquellas que no implican un desembolso económico para
obtenerlas. La vorágine de nuestra cotidianidad y el hábito de
vivir más en el tener/demostrar que en el ser / trascender ha
deshabilitado el don de la gratuidad, y con ello la capacidad de
sorprendernos, valorar y disfrutar de los obsequios que
diariamente se nos ofrecen.
Explorando un poco más sobre el tema encontré que lo valioso
de la gratuidad es entenderla justo como un don, es decir como
un regalo, como una habilidad, o como un rasgo característico
de la personalidad; de ahí viene la costumbre de dar las gracias,
honrar, agradar, congratular y/o reconocer lo que se nos otorga
sin compromisos o sujeciones.
Las personas estamos hechas para dar y recibir, experimentamos
la felicidad al dar o servir, porque - aunque no siempre lo
hacemos de modo consciente -, cuando damos también
recibimos el bien que hacemos. Así pues la gratuidad es un signo
de trascendencia humana y se origina en la capacidad de dar(se);
de manera que si ésta no fuese un don correríamos el riesgo de
disfrazar en ella la manipulación, la obligatoriedad o el
compromiso; desvirtuando su finalidad.
La dimensión del agradecimiento tiene un efecto liberador,
puede ser común recibir de quien menos esperamos y esa acción
nos permite reconocernos como sujetos dignos, valiosos y libres;
valores que nos acercan a nuestros semejantes ya que apuntalan
nuestra capacidad para acoger, compartir y convivir.
La gratuidad se experimenta como una experiencia de riqueza
personal que nos permite vivir libre y plenamente trascendiendo
en y a través de las cosas más sencillas de la vida y así como la
experimentamos a través de las personas, podemos ser capaces
de vincularnos con nuestra realidad: Disfrutar la naturaleza, el
clima, el paisaje, la ciudad, la puesta de sol, la inmensidad del
cielo, el esplendor del día o de la noche, la profundidad del mar,
la espesura del bosque, la composición del paisaje, el olor de la
vegetación, el trino de las aves, el caminar lento de las ovejas
pastoradas, el viento sobre el cuerpo o las manifestaciones de
afecto que aún en personas o situaciones desconocidas pueden
evocarnos recuerdos y generarnos sonrisas.
Si decidimos acoger la gratuidad como una actitud personal,
seremos entonces capaces de dar(nos) sin esperar nada a
cambio, compartir tiempos, espacios, experiencias, capacidades,
sentimientos; de experimentar el (auto)crecimiento a través del
compartir y recibir, entregándonos más profundamente a
nosotros mismos y a los demás.
Sin desmerecer las ventajas, beneficios y comodidades de las
transacciones económicas y materiales; es importante reconocer
la gratuidad como una forma de mejorar la economía social; a
través de ella que podemos descubrir y valorar nuestra riqueza,
la de quienes nos rodean y la que se encuentra en nuestro
entorno familiar, laboral, ambiental y sociocultural.
Sin la gratuidad, no se alcanza la justicia -- entendida como dar a
cada quien lo que necesita --, como la apertura a un don
recíproco de ida y vuelta, donde se anida la caridad o virtud de
la verdad, donde el amor es también concebido como un don.
Aceptar la gratuidad implica disponernos a ella, cambiar la
manera en que nos relacionamos con nosotros mismos, con
nuestros semejantes y por ende con nuestra realidad; recuperar
la capacidad de asombro, dar cabida a experiencias nuevas y vivir
con ligereza con respecto a las cosas materiales para invertir el
tiempo, el esfuerzo y los talentos en aquello que sentimos y que
vamos descubriendo, hacer visible todo aquello que vivimos.
Darnos cuenta que la verdadera realidad, implica despojarnos de
viejos hábitos y actitudes; significa reconocer que en muchas
ocasiones vivimos en la impronta y embebidos en el exterior,
buscamos validarnos a través de signos sociales económicos y
materiales a los que conferimos valor. La tarea no es sencilla sin embargo podemos
empezar preguntándonos con honestidad en qué/quiénes
invertimos nuestra vida, desde dónde construimos lo que somos,
cómo concebimos el éxito, la plenitud y la felicidad.
La autora es profesora de la Universidad Iberoamericana Puebla.
Este texto se encuentra en:
http://circulodeescritores.blogspot.com
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