Autor: José
Rafael de Regil Vélez, datos del autor haz click aquí
Publicado: Síntesis Tlaxcala, 27 de febrero de 2014
En
una fiesta unos adolescentes se golpean al calor de todos los sentimientos que se arremolinan en esa etapa de la vida.
Hay el consabido intercambio de porrazos y al parecer todo queda allí. Al paso
de los días el asunto es la comidilla de los conocidos. Todos hablan, opinan
señalan y lo que era una pequeña y simple gresca empieza a tomar proporciones
mayores: hay amenazas, comienzan a intervenir otras personas para amedrentar a
las partes… Y todo por las palabras: porque al decir, al señalar, al insuflar
con afirmaciones, especulaciones y adjetivos los ánimos se enardecen.
El caso podría ser distinto: las
personas empiezan con habladurías y alguien puede terminar sin honra o
escondida para escapar de las palabras, incluso como ha sucedido alguna vez,
con el costo del suicidio mismo.
El 16 de febrero de este 2014
Francisco, el Papa jesuita de la Iglesia Católica, fue a visitar la Parroquia
de Santo Tomás Apóstol, en el sur de la diócesis de Roma de la cual él es el
obispo. Se encontró con los parroquianos
para celebrar con ellos las primeras couniones y confirmaciones de niños y
jóvenes.
De acuerdo a la versión presentada por
el Vatican Information Service, en la homilía él llamó la atención de la
concurrencia recordando algo muy viejo pero con frecuencia olvidado: ¿qué hay
en tu corazón? Y desde allí enfocó el evangelio de ese día que decía: “Han oído
que fue dicho a sus padres: ‘no matarás’. Pero yo les digo que el que se enoja
contra su hermano, lo mata en su corazón”… y el prelado enfatizó: el que habla
mal de su hermano lo mata en su corazón, quizá sin darse cuenta, solo
chismorreando, deseando el mal, “inyectando veneno” –como diríamos en México.
Y si las palabras pudieran matar, lo
harían; pero como no pueden hacerlo físicamente, sí lo hacen condenando,
vejando, humillando. No está de más detenerse para ver qué hace uno con los
decires a los demás, especialmente a los que dice querer.
Pero en esta historia hay otra parte:
la de ayudarnos entre todos a entender que aunque las palabras de los demás
pueden ser terribles, no son sino palabras, a las cuales nosotros les asignamos
significado. Si alguien me dicen una palabra con el ánimo de ofender y yo no
acuso recibo, rompo el conjuro. Nadie, ni el que más violentamente me vitupere,
puede realmente dañarme.
¿Y si las palabras pudieran matar?
¡Habría que quitarles su carga homicida, fraticidad! Revisando nuestro corazón
que es capaz de sumirse en habladurías al tiempo que sabiéndonos por encima de
ellas. Lo que va de por medio en este doble movimiento es la posibilidad del
reconocimiento del otro como una persona tan digna como yo, con la cual estoy
invitado a vivir en paz construyendo la fraternidad a la que todos estamos
llamados.
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