Autora: Celine Armenta
Publicación: E-consulta, 26 de agosto, 2008
Cada vez que leo un libro de Fernando Vallejo me pregunto: ¿Quiénes más lo están leyendo? ¿Quiénes más lo disfrutan? ¿Quiénes han quedado como yo, ahítos de amargura y tristeza, de desencanto y dolor pero sobre todo de la luminosa sospecha de tener un acercamiento genuino a la realidad desnuda? Seguramente somos decenas de miles los consumidores de sus relatos; y muchos miles los fieles golosos de su prosa. Vallejo crea adicción; la amargura con que empapa cada página, por puro exceso, resulta dulce; tal como la dulzura concentrada termina por amargar los sentidos.
Estimado lector, quiero aquí compartir mi aventura más reciente con Fernando Vallejo. El sábado pasado terminé El desbarrancadero (Alfaguara), y no se ha diluido aún la tristeza que me contagió desde su portada sepia, donde el autor, a los 6 años o quizá menos, abraza aprensivo a su hermanito Darío, como mostrándolo a la cámara. Buena portada, síntesis de lo que encierra el libro, tal como se descubre nomás al empezar a leerlo. La trama es limpia, sin trucos ni preciosismos artificiales: Fernando sigue asiendo a Darío a lo largo de casi doscientas páginas dolorosas; lo sostiene mientras este hermano, su hermanito, agoniza de sida. “No pesaba nada, se me estaba desapareciendo. De mi hermano Darío, que me acompañó tantos años, que me ayudó a vivir, sólo quedaba el espíritu, un espíritu confuso. Y los huesos.”
El libro no es un drama y menos aún un melodrama. La dignidad de Vallejo jamás lo permitiría. Es una elegía, una narración descarnada e iracunda, pero a la vez tiernísima. El odio se desborda de cada párrafo, mezclado y a veces opacado por la fiel devoción a su hermano, a la vida de las criaturas que vuelan y se arrastran; y a su mamita que no es, como el lector pudiera imaginar, la autora de sus días, sino la suave muerte: maternal, vigilante, metiche, siempre presente.
“¿Odio luego existo?” —se pregunta Vallejo. “No. El odio me lo borra el amor”— se responde; y continúa: “Amo a los animales: a los perros, a los caballos, a las vacas, a las ratas, y el brillo helado de las serpientes cuando las toco me calienta el alma”.
Vallejo ama a su hermano y la agonía es excusa para rescatar pasados comunes. “¡Qué pasó, niño! … Lo apreté fuertísimo contra el corazón y sentí que volvíamos a ser niños y que acampábamos en el patio en una tienda de exploradores, armada con palos de escoba, cobijas, colchas y sábanas, convencidos de que caía la noche en África.” Fernando, hermano mayor, baña a su hermano víctima de diarreas extenuantes, lava sus sábanas, lo arropa, le acerca una cucharada de caldo a la boca; teje historias, escupe insultos, vomita rencores. Vallejo describe airado a su tierra; la odia hasta despedirse de ella para siempre; la odia como sólo se odia lo que se amó algún día; lo que se gozó a gritos.
Medellín, la ciudad, se desliza como gris telón de la muerte. Sus olores, su lluvia, su periódico, sus aves; y su pasado: cuando el moribundo era inmortal y la juventud inagotable. “Colombia, Colombita, palomita, te me vas. . . . Ay abuela, ya los ríos de Colombia se secaron y los loros se murieron y se acabaron los caimanes y el que se pone a recordar se jodió porque el pasado es humo, viento, nada, irrealizadas esperanzas, inasibles añoranzas.”
¿Recomiendo el libro? No; prefiero no hacerlo. Definitivamente no. ¿Cómo recomendar al lector y al alumno anónimos una obra que duele tanto? ¿Cómo saber si el lector tiene sed de la desgarradora aridez de Vallejo? ¿Cómo adivinar si alguien puede resistir tanta verdad personal, tanta desnudez, tanto sórdido penar, tanto rencor? Desesperanza, hastío; culpas lanzadas certeramente a quienes regularmente se adula; maldiciones hacia quienes suele bendecirse: la madre, la familia, los dirigentes civiles y religiosos, la patria, la vida, la esperanza.
¿Quién lee a Fernando Vallejo? ¿Quién lo lee una y otra vez? ¿Quién encuentra consuelo en sus palabras hirientes, o paz en su ira? ¿A quién le abriga su helada verdad? “Vivir es negocio triste. . . Los momentos de felicidad no compensan la desgracia. . . Entre la mierda nacemos y vivimos y nos vamos”.
2 comentarios:
Hola Celine, pues aplicando tu estrategia del "no" me has motivado a la lectura. Prefiero leer angustias dibujadas con amor que vivirlas sin razón... he estado pensando últimamente en "el odio", el odio es una forma inversa de amor, porque, de no sentir nada seríamos indiferentes, si sentimos odio estamos sintiendo la vida, añorando el abrazo, el eterno retorno, la sonrisa que nos devuelve una chispa de fe... Hace poco, también, en mi blog posteé algo sobre la mierda, que "vivir es difícil, fácil sólo es la mierda"... lo dijo Vladimir Holan, pero ahora me has movido a saber que piensa Vallejo.
un saludo con sabor a cafecito =)
Valle me resulta intoxicante; un door que una vez experimentado, extraño cuando lo tengo lejos.
No he visitado tu Blog pero lo haré en breve!
Celine
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