Autor: Gerardo Reyes Guzmán
Publicación: E-Consulta, 17 de junio de 2009
De 1918 a 1919 se expandió la llamada gripe española por todo el mundo y cobró más víctimas que las registradas en la primera guerra mundial. Exactamente cuando la conflagración terminaba, la influenza española alcanzaba su cúspide. Se sabe que se ocultaron bajas a causa de la enfermedad entre los soldados de los países contendientes para evitar distorsionar estrategias de combate. Se supo que surgió al mismo tiempo en China, Norteamérica y España, y que por su rápida expansión, no se pudo identificar el lugar de origen. Sin embargo, se calcula que la pandemia cobró 21.5 millones de víctimas mortales; tres cuartas partes tuvieron lugar en Asia, siguiéndole Europa, Norteamérica y África. La epidemia se esparció alrededor del mundo a través del transporte de personas y mercancías por barco y ferrocarril. La mayor parte de los afectados fueron jóvenes de entre 20 a 40 años; los síntomas se manifestaban por pulmonía, dificultad para respirar, color de la piel azul rojizo, así como pústulas en pecho y espalda. La enfermedad era fulminante; en un máximo de dos días se perdía la vida y en muchos casos, los enfermos caían fulminados como si hubieran sido alcanzados por un proyectil. Posteriormente, entre 1957 y 1958 la gripe asiática mató a 1 millón de personas; de 1968 a 1969, la gripe de Hong Kong aniquiló a 36 mil más. Entre 2002 y 2003, el SARS (Severe Acute Respiratory Sindrome) se diseminó por 26 países e infectó a 8 mil 98 personas, de las cuales 774 perdieron la vida.
De hecho la comunidad científica mundial esperaba ya la aparición de un ataque de influenza en alguna parte del mundo. Para ello se han preparado varios países, principalmente en Europa Occidental y los Estados Unidos. Sólo en este sentido se entiende el impacto a nivel internacional que causó el encabezado del periódico El País, diciendo que la gripe porcina golpearía a uno de cada diez europeos. Según el Centro Europeo para el Control de Enfermedades (ECDE), tan solo Francia posee 33 millones de tratamientos contra la influenza para atender una población de 55 millones. En contraste, México con una población de 105 millones cuenta solo con 1 millón.
Así, de mediados de abril a la primera semana de mayo de 2009, la capital de nuestro país y el Estado de México fueron el epicentro de una epidemia al que los medios llamaron primero “gripa porcina”, después “gripa mexicana”, “gripa de Norteamérica”, etc. hasta que la Organización Mundial de la Salud decidió bautizarla como influenza A H1N1. El A H1N1 tiene un genoma conformado por hemaglutinina (H1) y neuraminidasa (N1), cuyo origen se ha rastreado en el virus de la gripa del cerdo.
La aparición del virus mostró que México no está preparado para afrontar una emergencia de esta magnitud. Solo se pudo identificar un extraño aumento de casos de neumonía atípica a principios de abril, que se interpretaron como una prolongación de influenza estacionaria. La razón no reside en falta de planeación, ni documentos, ni manuales o instituciones. Para ello está por ejemplo, el Instituto de Diagnóstico y Referencia Epidemiológicos (Indre) o el Centro Nacional de Vigilancia Epidemiológica y Control de Enfermedades (Cenavece) que depende del Indre o el Instituto Nacional de Enfermedades Respiratorias (INER). Se cuenta también con el Plan Nacional de Preparación y Respuesta ante una Pandemia de Influenza. Es más, en el sexenio pasado se llegaron a hacer simulacros para afrontar emergencias a partir del SARS en Asia; pero conforme se redujo la amenaza, se le restó importancia al problema. La incapacidad del Estado se debió por un lado, a la falta de recursos y a la insuficiencia y precariedad de las instalaciones de salud pública, así como al abandono de la investigación y formación de expertos. Al asignar el presupuesto para Salud, el gobierno en turno ha dado preferencia a programas de corte político, como por ejemplo al Seguro Popular. Ello ha significado castigar con menos dinero público al Indre, al Cevanece y al INER. Como consecuencia, se dejaron de comprar vacunas, modernizar y habilitar nuevos laboratorios, así como equipo en general; se cancelaron programas de capacitación y se suspendió el apoyo a la investigación.
Lo anterior no permitió enfrentar la emergencia con la capacidad requerida, principalmente a partir de tres problemas estructurales: a) Contradicciones en las declaraciones de las autoridades de Salud y los medios, b) Falta de capacidad técnica, de infraestructura e imposibilidad para atender al público y c) Estrecha relación entre las víctimas y su condición socio-económica. La ausencia de laboratorios, personal capacitado y equipo de investigación, impidieron que el gobierno mexicano identificara el virus y su grado de letalidad. Se sabía por fuentes externas que se trataba de una cepa nueva compuesta por gripa porcina, aviar y humana. Lo mismo ocurrió para poner en marcha las medidas de emergencia. Las autoridades no pudieron estimar la peligrosidad del virus, controlar la posible pandemia y manejar la información, lo cual contribuyó a causar pánico y escepticismo entre la ciudadanía. La contingencia sanitaria significó un severo golpe a una economía (restaurantes, entretenimiento, turismo y sector porcícola), cuyo PIB ya había caído en 8,2% al primer trimestre de 2009. A diferencia de la solidaridad que provocó el temblor de 1985 en la sociedad civil mexicana, la influenza A H1N1 atomizó al ciudadano, quien a toda costa evitó el contacto, por miedo a infectarse. Ello no solo dio pie a discriminaciones, sino a rumores, pero lo más grave, a la desacreditación de personas y mercancías procedentes de México a nivel internacional. En controversia sobre el origen del virus, la prensa llegó a señalar a las Granjas Carroll (empresa productora de cerdos), ubicada en Veracruz, las condiciones insalubres en que opera la firma desde hace años; mientras que otras fuentes apuntaron que había surgido en un laboratorio. El segundo punto tiene que ver con la falta de suministro de medicinas, insuficiencia de hospitales públicos, camas y espacios para tratar a los afectados, así como personal médico capacitado. La autoridad insistía en apegarse a normas de higiene, evitar la automedicación y permanecer aislado, pero no se encontraba lo elemental: antivirales (Tamiflu y Oseltamivir), cubrebocas, médicos, gel desinfectante, atención gratuita, etc. Otros tuvieron que permanecer hacinados en nosocomios junto a enfermos con otros padecimientos. Ello nos lleva al tercer aspecto. No se dio un seguimiento riguroso a los casos comprobados de muerte por influenza A H1N1, y por tanto, no se pudo saber a ciencia cierta su velocidad de propagación y daño. En muchos casos, como lo documenta el especial que publicó la revista Proceso (3 de mayo de 2009), la gente que pereció había sido dada de alta, no fue atendida a tiempo o murió por otras causas. Se dio preferencia a derechohabientes del IMSS independientemente de los síntomas, por lo que se intuye, que las víctimas fueron aquellas que carecían de recursos para atenderse en un hospital particular. Al 13 de mayo, se ya contabilizaban 60 muertes y 2446 infectados por la influenza A H1N1 en México y para mediados de junio eran ya 7038 infectados con solo 113 decesos confirmados; escenario lejano a las apocalípticas pandemias del pasado. Como por arte de magia se dispersó la amenaza del virus y se levantaron las medidas de emergencia. Pero la pesadilla dejó secuelas calculadas en una caída de -8,4% del PIB en el segundo trimestre de 2009, punto a partir del cual se espera el rebote económico; es decir, se tocó fondo. La influenza amenazó con regresar en la época de invierno, pero el ciudadano medio ya le perdió el miedo.
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