Autora: Dra. Celine Armenta
Publicación: la jornada de oriente, 12 enero 2006
Confieso que hace muchos años, yo fui ingenua. Trabajé en el sector público, y creí que era suficiente servir honesta y muy generosamente, para vivir en paz; que en caso de problemas, la justicia y las autoridades me apoyarían, me felicitarían incluso. Y creí que mi paz sería imperturbable, porque servía con honestidad y generosidad heroicas: desvelándome, trabajando domingos y vacaciones, negándome a viajar con las delegaciones y rechazando todo tipo de prebendas, porque me asumía como educadora, y debía poner el ejemplo.
De modo que cuando, un día, alguien — cercano al gobernador en turno, o que aducía cercanía con él— decidió acusarme de cualquier cosa, no temblé, ni me acobardé; el que nada debe, nada teme.
Pero mi ingenuidad se estrelló como cristal en terremoto: en carne propia sufrí la absoluta impotencia de quien intenta defenderse ante el poderoso. Entonces aprendí sobre la naturaleza rastrera de algunos, capaces sólo de actuar servilmente; lacayos sin criterio, que imaginaban contrarrestar su incapacidad, pisoteando a las víctimas del poderoso.
Otros mostraron la más absoluta incomprensión. Mal haría en criticarlos, porque todo el proceso era incomprensible; aunque lamentablemente muy común. El poderoso acusaba, y sin importar quién tuviera la verdad o la razón, una masa de ineptos se quería congraciar con él; y la víctima caía.
No todo fue doloroso: aprendí mucho de mí misma y de mi propia fortaleza. Además, aprendí el valor profundo de la amistad. Conocí la rectitud admirable de muchos funcionarios. Alguna funcionaria, incluso, se negó a ejecutar la sentencia en mi contra; alguien más intercedió por mí, y se llevaron sendas reprimendas.
Conocí también la lealtad de compañeros de trabajo, la gratitud de alumnos, y la confianza y el apoyo de la comunidad a la que yo serví durante 10 años: padres de familia, científicos, maestros. Esa parte de la experiencia fue emocionante hasta el llanto. Mi gratitud hacia todos ellos está viva, y con el paso de los años sólo crece más y más.
Sin embargo, nada pudo paliar mi absoluta impotencia ante la voluntad de quien decidió quitarme de en medio. Tuve que irme del país, vivir como extranjera, y esperar a sanar antes de volver a México para hacer de nuevo lo único que sé: servir, honesta y muy generosamente.
Hoy, quiero creer que las condiciones han cambiado; hay comisiones de derechos humanos y una sociedad civil que no dejaremos que la verdad sea avasallada por quienes detentan el poder económico o de cualquier otro tipo. Hoy quiero creer que Lydia Cacho y Martín Barrios pueden encarnar la esperanza de una nueva era; que las autoridades serán leales a la verdad, la justicia, la sociedad, y que no sólo serán liberados incondicionalmente, sino que se sentarán las bases para que nadie más, nunca más, sea perseguido tan injustamente.
Hoy quiero creer en la esperanza. Todos los que hemos sufrido la impotencia ante autoridades y poderosos, la legión de mujeres y hombres que nos hemos forjado y hemos sobrevivido a estas experiencias, y muy especialmente los pobres, los discriminados, los marginados, las minorías, aquellos a quienes Lydia y Martín dedican su existencia, todos necesitamos que la liberación de estos luchadores sea ejemplar.
Puebla se merece esta oportunidad de hacer historia.
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