Autora: Yossadara Franco Luna
Publicación: La primera de Puebla, 25 de marzo de 2010
La celebración del centenario de la Revolución Mexicana invita a revisar las aspiraciones y logros del pasado para entender los retos de la nación en el futuro. Uno de ellos claramente radica en que entendamos y potenciemos la cuestión agraria.
El movimiento revolucionario fue el primero en el mundo de corte agrario al grado de cristalizar en el artículo 27 de la constitución de 1917 el papel del campo en la vida nacional. Sin embargo los gobiernos de entonces a la fecha no han tenido una clara conciencia de lo que éste implica: desde los procesos identitarios hasta las estructuras económicas y políticas que son fuertes detonadores del desarrollo sustentable de la nación.
El campo mexicano, desde tiempos de Ávila Camacho, comenzó una larga y tortuosa agonía: después del impulso que realizó Cárdenas, dejó de ser visto como una parte importante del proyecto de nación cuando tenía que haber sido un sector sustancial en la vida del país.
Con el régimen priista los campesinos fueron tratados como menores de edad y, por lo tanto, manipulables, materia prima del acarreo político, y a cambio recibían cualquier dádiva, disfrazada de política social.
Con la llegada de los tecnócratas al poder en 1982, políticos caracterizados por haberse formado en Estados Unidos en áreas relacionadas con la economía, se promovió el adelgazamiento del Estado, el cual abandonó la rectoría del desarrollo rural del país. A ello se le añadió la firma del Tratado de Libre Comercio en 1994 que provocó una situación de gran fragilidad pues el mercado sin acotación alguna profundiza la desigualdad social.
Las políticas agrarias se redujeron a ser un conjunto de medidas desarticuladas que hasta la fecha corresponden a una estrategia económica y social para la cual el campo no es prioridad ni la población campesina es prioritaria.
¿Qué se ha logrado con el abandono del campo y la disminución productiva del sector rural? la nula participación del gobierno en este proceso, la apertura del mercado de alimentos a la importación de granos de menor costo que son de baja calidad y que están altamente subsidiados en su país de origen; favorecer la asociación con el capital privado, una educación rural mínima, precarios accesos al sistema de salud, exportación de mano de obra barata.
Ante esta situación el Estado debe recuperar su papel de promotor del desarrollo, y sin paternalismos ni prácticas asistencialistas, dar las respuestas adecuadas al campo generando alternativas de integración social, comercial, financiera y tecnológica que ayuden al crecimiento sustentado en la organización, innovación y cambio.
La complejidad de la problemática del campo, vinculada con cuestiones estructurales, condiciones geofísicas del medio rural y las presiones y perspectivas de la demografía campesina requiere una discusión sobre las políticas económicas y en ellas la política rural.
Ante todo el Estado debe reconocer que la soberanía alimentaria es el nuevo centro de la política internacional y en ella la producción campesina cumple un papel relevante, por lo que es necesario reconstruir el campo mexicano, sentar sus bases estructurales y diseñar la nueva ruralidad con una visión amplia que en el mediano y largo plazo contemple la inserción de los campesinos en la vida nacional, la educación como verdadero motor de autonomía personal y colectiva, los subsidios a la tecnología agrícola y a las nuevas formas competitivas de producción.
Que el agro mexicano aspire a tener un lugar en el proyecto de nación no pretende ni implica dar la espalda a la globalización y a la mundialización de las economías, supone mas bien una política de transición en la cual el Estado se responsabilice de su función como rector y promotor de la revaloración del medio rural, es decir de un desarrollo con rostro humano incluyente y autogestivo.
Las instituciones no debieron dejar de lado sus funciones para con el agro. El problema no empezó con este gobierno, pero su responsabilidad está en haberse sumado a la promesa neopanista del cambio sin que hasta el momento muestre voluntad de discutir con franqueza y actuar con decisión e inteligencia un proyecto de nación en el que el campo esté adecuadamente incluido.
Una omisión al problema agrario justificará que los campesinos acudan a los procedimientos que estén a su alcance para lograr salir de esta situación de indefinición y evitar que la agricultura nacional concluya en quiebra.
A la luz de la celebración del centenario, hoy tenemos la oportunidad de aprender de las luchas de reivindicación de las primeras décadas del siglo XX.
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