jueves, noviembre 01, 2012

Rescatar la celebración que los difuntos han eclipsado

Autor: José Rafael de Regil Vélez. Si quieres conocer más sobre el autor, haz click aquí
Publicado en Síntesis, Tlaxcala, el 2 de noviembre de 2012 

Muy recientemente, mientras trabajaba en un espacio de formación permanente con adultos, comentamos que en Tlaxcala –al menos- uno de cada dos muchachos en edad de estudiar bachillerato ya no va a la escuela. Alguien señaló muy enfática y convencida “con razón hay tanto vago”, como diciendo que las cosas están mal con los jóvenes de ahora.
Esta forma de ver la realidad es muy común: nos enteramos de muchachos en pandillas, de las acciones del crimen organizado o la delincuencia común, de los pleitos que existen entre familiares y vecinos y muy fácilmente pensamos que todo está mal, que el género humano está al borde de la extinción porque TODOS hacemos atropellos y NADIE guarda ya los “viejos buenos valores”. Y lo que pasa es que las personas que son y actúan de otra forma no nos parecen noticia, no brillan con la luz de los mismos reflectores y por lo mismo pasan desapercibidos.
Quejarse no es algo nuevo. Pero no quiere decir que necesariamente todo sea queja en la vida cotidiana. Si se está atento y se observa, en nuestro alrededor hay personas que día a día se levantan, se esfuerzan, se las ingenian para salir adelante, para apoyarse unos a otros. Sí: los seres humanos somos limitados, no existen los químicamente puros, asépticamente buenos. Todos hacemos algunas barrabasadas, pero eso no suprime el hecho de que también buscamos un mundo más humano y que esa sea la tónica principal de nuestra existencia.
Una mirada atenta nos mostrará, por ejemplo, a quien se hace presente con sus familiares y amigos cuando una madre de familia enferma y es necesario apoyar en la cocina, el cuidado de los niños o las tareas domésticas; a los vecinos haciendo campaña para ayudar a pagar la cuenta de hospital de alguien sorprendido por un accidente o una enfermedad inesperada. Si bien hay muchos niños en la calle, hay también muchos que no están en ella porque alguien decidió mantenerlos y educarlos cuando por cualquier razón sus padres no han podido hacerlo. Existe trata de personas, pero también hay quienes luchan contra ella, los que crean redes de asistencia para quienes han podido salir de las garras que los atrapaban en cualquier tipo de explotación.
Y no sólo ahora. Si se voltea la vista al pasado se encontrará lo mismo: mujeres y hombres que en el más completo silencio y anonimato históricos cumplieron su cuota de humanidad posible.
En un lenguaje antiguo y tal vez un poco anacrónico se habla de santos. La historia humana está llena de ellos, que son justamente de quienes estamos hablando. La santidad no es en primer momento algo exacerbado, de altar, reservado para unos cuantos, sino algo concreto, de carne y hueso, de empeño por vivir humanamente: padres de familia, educadores, trabajadores quienes a pesar de sus incongruencias intentan una y otra vez ir adelante.
Entre ellos y nosotros –entre todos los santos- corre una energía, una vibra, un hilo que nos conecta. Y como en la vida campean acciones poco humanas conviene aguzar los sentidos, disponer el corazón para reconocer lo que sí sucede en pro de la vida digna y para ello existe un día especial en el año: la celebración de todos los santos, el 1 de noviembre.
Esta efeméride existe para hacer fiesta, porque el corazón apuesta porque no sea lo inhumano, lo que mata, lo que arranca y conculca nuestros derechos lo que tenga la última palabra, sino lo que da vida, lo que reconoce la dignidad de ser persona y lo promueve.
No sé si desafortunadamente o no la fiesta de los difuntos ha eclipsado la de los santos. Y es que es también humanizador y humanizante celebrar en la memoria y el recuerdo de los muertos la vida de quienes todavía aquí estamos.

Sin embargo, celebrar a todos los santos, a todo lo humano que engendra humanidad, es importante. Me parece conveniente que en cualquier día del año se acoja la santidad entendida de la forma consignada, porque abrir los ojos y los oídos, ensanchar los sentidos y los sentimientos para reconocer la vida humana se vuelve fuente de fe, de esperanza, de compromiso con los demás, lo cual viene bien sobre todo en tiempos de violencia, riesgo, incertidumbre y muerte. Démonos esa oportunidad, iluminemos allí donde la fiesta de los difuntos ha provocado un eclipse.

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