jueves, julio 19, 2007

¿Se puede confiar en las calificaciones escolares?

Autor: Guillermo Hinojosa Rivero
Publicación: Síntesis, 19 de julio de 2007

Las calificaciones que se obtienen en la escuela y en la universidad son uno de los principales criterios utilizados para tomar decisiones acerca del futuro de los estudiantes. Se utilizan para otorgar becas y premios, y aun para seleccionar los mejores candidatos a los empleos disponibles. Conviene entonces examinar de cerca la manera en que las calificaciones se asignan a los estudiantes, y qué tanto las calificaciones reflejan verdaderamente los meritos de cada quien. ¿Es justo que alguien con promedio de 9.727 le gane una beca a alguien más con promedio 9.720? ¿Las siete milésimas de diferencia en el promedio indican una diferencia real entre los estudiantes?
Las calificaciones se asignan a los estudiantes casi exclusivamente dos maneras: de acuerdo con el número de respuestas correctas en un examen; y mediante la estimación global que hace el profesor de algún trabajo del alumno. Las calificaciones según el número de respuestas hacen varias suposiciones falsas, o cuando menos insostenibles. Se supone primero que la cantidad de respuestas correctas es proporcional o equivalente a lo que el alumno sabe en realidad. Se supone también que las preguntas del examen son equivalentes unas con otras: equivocarse en la pregunta 1 da lo mismo que equivocarse en la pregunta 2 y merece la misma calificación. Sólo así se puede entender que la calificación asignada al estudiante sea una simple proporción directa del número de respuestas.
Es claro que las calificaciones numéricas no corresponden con lo que los estudiantes saben. ¿Quién se atrevería a afirmar que un estudiante que saca diez sabe el doble que uno que saca cinco? Lo más que puede decirse, con ciertas dudas, es que el de diez sabe más que el de cinco. ¿Cuánto más? quien sabe. A pesar de lo anterior, cuando se sacan los promedios de calificaciones se acepta implícitamente que el estudiante de diez sabe el doble que el de cinco. Peor aun, al sacar promedios se supone que las calificaciones son equivalentes entre los diferentes grados de estudio, entre las diferentes materias y entre los diferentes profesores.
Las estimaciones globales que hacen los profesores para calificar los trabajos de los estudiantes confían en el buen ojo del maestro, en su objetividad, en su criterio sobre la materia de que se trata, y en su imparcialidad. Quienes somos maestros sabemos que nuestras estimaciones responden a muchas presiones que estorban el buen juicio. La presión principal proviene de lo que ya sabemos del alumno cuyo trabajo calificamos y de las consecuencias que se derivarán de la calificación que ponemos.
Pero aun cuando los maestros estén libres de presiones, es muy poco lo que se puede confiar en su buen juicio. Recientemente le pedimos a un grupo de maestros que estimaran globalmente la calidad de trabajos escritos de un grupo de estudiantes anónimos. Cada texto fue calificado por dos maestros diferentes que trabajaron de manera independiente. Nos interesaba saber qué tanto coincidían las calificaciones que las parejas de maestros asignaban al mismo trabajo. El resultado fue que las correlaciones entre las calificaciones asignadas por las parejas de maestros variaron desde cero hasta 0.80 con un promedio de 0.44. En pocas palabras, la calificación que puso un maestro tuvo, en general, muy poco que ver con lo que otro maestro le puso al mismo trabajo. Como instrumento de medida, no se puede confiar en el juicio de los maestros.
En conclusión, ni las calificaciones 'objetivas' con base en el número de respuestas correctas, ni las calificaciones subjetivas basadas en el juicio global de los maestros parecen ser medidas adecuadas del desempeño escolar de los estudiantes. ¿Qué hacer entonces? Por un lado conviene desarrollar mejores formas de evaluación, quizá exámenes estandarizados confiables y válidos, elaborados de acuerdo con lo que sabemos de teoría de la evaluación. Por otro lado convendrá dejar de confiar en los promedios como criterio para otorgar premios, becas y empleos. Si dos aspirantes con promedios semejantes, pero no iguales, compiten por un premio, un simple volado puede ser más justo que el cálculo de los decimales necesarios para decidir un ganador.

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