Autora: Luz del Carmen Montes Pacheco
Publicado: El columnista, 25 agosto 2010
Hace unos días leí en “Sociología y filosofía de la ciencia” de Stewart Richards, que la sociedad obtiene la ciencia que desea y la que puede pagar. Entiendo que entre más y mejores recursos, traducidos en presupuesto y estrategias de fomento a la investigación, será mayor y mejor el conocimiento que se genere en cada país. Es plausible afirmar que éste es un aspecto que puede marcar la diferencia entre países desarrollados y países en desarrollo.
La idea me ha estado dando vueltas en la cabeza y pienso que no sólo en ese rubro se da esta relación. ¿Tenemos los bienes y los servicios que como sociedad merecemos?, ¿tenemos el gobierno que como pueblo merecemos?
Para poder explicar mejor esta idea, describiré con lujo de detalles, dos situaciones muy desagradables que me ocurrieron en menos de cinco días.
El martes de la semana pasada estuve en una tienda de helados (que lleva por nombre el de una santa) y pedí un helado sin especificar el tamaño; la señorita me preguntó si en vaso o en barquillo, a lo que respondí: “barquillo por favor”, y una vez que me lo entregó, me dirigí a la caja a pagar. Ya en caja, la señorita se me acercó y quería entregarme otro helado igual, le respondí que yo sólo había pedido uno y me contestó que lo había pedido doble. Afirmé que no era así - en todo caso uno doble consiste en un barquillo con dos bolas ¿no? Ella reaccionó cuchicheando algo desagradable a su compañera. Pagué y le dije que debía tener más cuidado al escuchar y al hablar, ella me respondió de manera burlona: “Por eso señora, lo mismo le digo” y las dos señoritas se rieron. Molesta, le pedí que me diera un número telefónico en el que pudiera poner mi queja, ella me contestó: “no tenemos teléfono pero pueden entrar a la página, ¿le doy la dirección?”. Yo respondí “no es necesario, yo la buscaré”. Pasé la siguiente hora muy enojada, no disfruté mi helado y estaba decidida a poner mi queja al llegar a casa. Mandé mi queja, poco antes de enviar este artículo.
El viernes siguiente, uno de mis hijos me llamó para decirme que había perdido su teléfono celular y que si podía reportarlo pues el servicio está a mi nombre porque él es menor de edad. Aunque yo creo que ese servicio es muy caro y malo, decidí apoyarlo registrándolo a mi nombre pues él es quien lo paga en dinero, aunque debo decir que yo lo pago con corajes desde el día que lo contraté. En fin, sigo. Como tengo muy cerca un centro de atención decidí reportar el extravío personalmente. En la entrada me recibió la persona que se encarga de orientar a los clientes y de asignarles un turno de acuerdo a la operación que vaya a realizar. Le expliqué el asunto y su respuesta fue que sólo necesitaba marcar el *xxx para levantar el reporte. Le expliqué que no teníamos el aparato y que quería un turno para hacer el reporte personalmente. Me dijo que podría hacerlo a través de un número 01 800 y me anotó el número en un papel, lo acepté pero pedí el número del turno. Fui a mi auto para hablar por teléfono y resulta que no tenían servicio (eso sí la grabadora se disculpó y prometió que se restablecería el sistema en el transcurso de la tarde). Regresé muy molesta con el empleado, le dije que no había servicio y me respondió que efectivamente no había servicio telefónico y no tenían sistema, por lo que si quería reportar personalmente el trámite, tardaría hora y media. ¿Por qué no me dio antes esa información? Tampoco importaba si no se reportaba en ese momento, como no había servicio telefónico, nadie podía hacer llamadas con el equipo perdido (ni con algún otro). Terminé por reportar al otro día el aparato extraviado a través del 01 800 pero ya no puse mi queja por el servicio, también lo haré vía correo electrónico desde su página. En esta ocasión estaba aún más enojada, no sólo por el mal servicio, sino porque de no haber accedido a la petición de mi hijo, no tendría que estar pasando por ese mal momento.
A quién no le ha pasado que desea hacer un trámite bancario por teléfono y después de escuchar un laberíntico menú a través de una grabadora y después de esperar unos minutos más, pues “todos los ejecutivos se encuentran ocupados”, levanta su reporte y le dicen que de todas maneras tiene que ir a una sucursal con su número de reporte. Pero cuidado, si va antes a la sucursal, seguramente le dirán que primero tiene que hacer el reporte telefónico.
Y con respecto a nuestro gobierno. ¿Le parece justo que se gasten no sé cuántos millones de pesos en los festejos del bicentenario? ¿Qué le parece lo que dilapidaremos en el monumento que se construirá con materiales importados? ¿Por qué no gastamos en libros o material didáctico en el que se relaten historias verdaderas sobre nuestra independencia y nuestra revolución? Estoy de acuerdo con la exhortación que hizo recientemente Paco Ignacio Taibo II en unos de sus artículos: es mejor recordar, honrar y exaltar las ideas de nuestros héroes que exhibir sus restos, de los cuales ni siquiera estamos seguros de su autenticidad, en una ceremonia además, que tiene todo el sello porfirista.
¿Se ha fijado usted que en los medios televisivos abundan noticias de desastres y de combate al narcotráfico, pero casi no escuchamos qué ha pasado con la reducción del pago a los jubilados del IMSS? Seguimos con la cantidad: ¿cuántas noticias hay sobre el matrimonio y adopción de parejas de homosexuales y cuántas sobre el posible aumento generalizado del IVA? ¿Será que el aumento de impuestos servirá para pagar nuestro magno monumento?
¿Por qué en los periódicos abundan las notas informativas y hay tan pocas notas de opinión? He contabilizado con mis estudiantes estos datos y, si bien nos va, los artículos de opinión fluctúan alrededor de un 20% del contenido de un ejemplar. Claro que no incluimos información comercial; lo que sería un buen ejercicio. La razón más probable es que se trata de un medio informativo, pero creo que la prensa debe ir más allá, debe contribuir a generar opiniones informadas, a construir ciudadanía. La opinión genera posturas.
Si nos quejáramos a tiempo, si nuestros representantes hicieran su trabajo, si todos votáramos, si aumentáramos nuestra participación en observatorios ciudadanos, otro gallo nos cantara.
Tendremos servicios y servidores mediocres, mientras sigamos pensando que no hay que quejarse, porque nada pasa; que entre más días no laborables, mejor; que ojalá no llegue el profesor a clase; que es bueno que nos dejen menos tareas; o que son mejores los audiolibros pues da mucha flojera leer.
Recuerdo que cuando asistí a mi primera junta de padres de familia, la directora de la escuela pidió, a mi modo de ver, acertadamente, que cuando nuestros hijos salieran de la escuela diciendo que no tenían tarea o que al otro día no tendrían clase, no expresáramos alegría. Muchos escolares tendrían otra idea de lo que significan las tareas – en el supuesto caso de que las tareas significaran algo importante para su aprendizaje y no consistieran en simple repetición.
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