jueves, mayo 11, 2006

De nuestra forzada indignidad

Autor: Dr. Frank Loveland
Publicación: Síntesis, 11 mayo 2006

¿Cómo educar a nuestros hijos? ¿Cómo ser un profesor universitario éticamente responsable ante sus estudiantes? ¿De qué predicados debemos acompañar los sujetos “México”, “Gobierno”, “Valores”, “Responsabilidad”, “Educación”?

En otras palabras, ¿será posible decirles la verdad a nuestros hijos y estudiantes? Porque a estas alturas, ni modo de decirles que “México es un gran país...”, o que “el gobierno de Puebla vela por los derechos de los ciudadanos”, o decirles que deben actuar con responsabilidad como lo hacemos nosotros, o que si estudian mucho seguramente su sociedad se los reconocerá y obtendrán excelentes empleos. Ni modo de atiborrarlos de mentiras, confiando en su ignorancia, para predicarles que deben respetar a la autoridad, que si se portan bien Dios y el mundo los premiarán, que habitan un país que avanza incontenible, que hoy hay menos pobres que ayer y hasta sugerirles, venenosamente, que luchar por sus ideales se ve bien bonito mientras sean jóvenes, pero luego hay que madurar y ser “realista”.

De esa educación “realista” sobra y basta en los sectores medios y altos. Quizá un poco más sinceras esas instituciones de educación superior que prometen a sus estudiantes el mundo en sus manos, éxito en los negocios, cosmopolitanismo internacional, personalidad asertiva (neologismo que sustituye la mal vista arrogancia) e inglés al 100%. Por lo menos, bajita la mano, instruyen a sus estudiantes sobre la base no dicha de que en este mundo la regla es sálvese quien pueda, trata de ser feliz con lo que agarres, y vive consumiendo intensamente porque con dinero baila el perro y tú también.

Total, los vacíos y angustias que suele producir semejante “realismo” tienen a su vez, para los que tienen, terapias complementarias para reinventar la susodicha realidad en términos privados esplendorosos, donde sólo tú eres quien te limita pues si quieres puedes ser lo que tú quieras, todo es echarle ganas para que no te alcancen y no olvidar que hay cosas que el dinero no compra – eso de los afectos y cariños – pero para todo lo demás aquí estamos. Así que preocúpate por ti y si acaso los tuyos, que de los demás se preocupa Dios, el gobierno o el maravilloso mercado en que vivimos.

Porque enseñar la verdad, en el seno familiar o en la escuela, sería demasiado penoso y muy indecente. Eso es mejor olvidarlo. La verdad es de cada quien. Y todos podemos encontrar verdades que no nos lastimen. Uno ve lo que quiere ver. Y no tenemos por qué fijar nuestra atención en lo que este mundo nos ha hecho ser. Qué horror si se nos obligara a los profesores humanistas a enseñar la verdad de la realidad. Imagínese usted. Tener que enseñarle a los jóvenes que nos gobiernan payasos violentos, cuyos impuestos, requisitos, autorizaciones y permisos no tienen otra finalidad que alimentarlos con nuestro trabajo, enseñarles que la dignidad humana no tiene valor de cambio y es mejor sustituirla con arrogancia y un buen carro. Enseñarles, con plena objetividad apoyada en cuidadosos estudios de nuestra realidad, las consecuencias del cinismo de nuestros dueños: la miseria, el dolor y resentimiento, el desempleo y la callada desesperación que habita en quién sabe cuántos hogares. Enseñarles que vivimos una mentira, y que no tienen por qué aceptarla, mucho menos ayudar a continuarla.
Y entonces tendríamos que ser consecuentes y estimular en nuestro estudiantado el valor para oponerse a la autoridad, criticar y negar usos y costumbres, por muy de siempre que sean, reinventar la familia y, sobre todo, reinventarse a sí mismos, reconocer en nuestra frivolidad o en nuestro machismo estandarizado o en nuestra sed de dinero y poder, la pérdida grave de nuestra dignidad y profundidad humanas.

Porque cuando aceptamos resignados hacer lo que se tenga que hacer para quedar bien y no perder el trabajo, cuando enseñamos a nuestros hijos a respetar y aceptar la realidad, esta realidad, la que nos tocó vivir, cuando nos volvemos, en suma, agentes de una sociedad que se engaña a sí misma, entonces habremos perdido lo que nos hace humanos, nuestra capacidad para transformar la realidad a través del deseo e inteligencia que forman nuestra conciencia.

No pues no. Eso de negar la realidad, con dialéctica o con vil coraje, no se ve bien. Qué dignidad ni qué nada. ¿A poco nuestro gobernador tiene dignidad? Y mira qué bien le va. Anda, hijito, deja que te levante y te bese. No hagas ascos, hay que ser hombrecito.

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