Autora: Celine Armenta
Publicación: e- consulta, 19 de junio de 2007
Íbamos con minutos de retraso a la cita de compraventa y al menos yo, vendedora inexperta, llevaba los nervios en la piel. Ya habíamos tenido varios encuentros con el comprador, y habíamos llegado a acuerdos convenientes a ambas partes pero, pesimista al fin, yo temía imprevistos desagradables de último minuto, como que el comprador quisiera bajar aún más el precio, ya bastante castigado.
Total, llegamos. Mi queridísima M. es una vendedora experta e iba muy optimista; segura de que la tardanza de 6 ó 7 minutos no era relevante, y que en cambio el precio era muy bueno, y el producto parecía diseñado a la medida del comprador y su familia.
Tocamos la puerta, el comprador abrió personalmente y comentó algo sobre la tardanza. M. intentó bromear, y entonces sucedió lo absolutamente imprevisto: el comprador se quedó mirando a M., seguramente valorando su acento, su pelo crespo, y quizás algún giro en su lenguaje, y dijo rasposo:
—¿De dónde es usted?, ¿de dónde viene?
—De Colombia, respondió M., pero tengo 25 años viviendo en México.
Yo, ni siquiera había entendido la pregunta del comprador; creí que se refería a la tardanza; y que buscaba saber si veníamos de algún lugar con mucho tránsito. Pero M. había comprendido perfectamente; y el comprador le dijo casi con ira:
—Pues no voy a hacer ningún trato con usted; no hago tratos con colombianos.
Me quedé muda; ¿qué hacer ante tal desplante de xenofobia? La discriminación era descarada e irrebatible, por irracional y gratuita. Él nunca había tenido trato previo con M., de ella no sabía nada, y sin embargo la estaba juzgando con prejuicios nacidos de la ignorancia y la pereza intelectual. Su argumento era que había tenido una experiencia negativa con un colombiano; nada más.
El momento fue doloroso, y el diálogo que siguió fue agotador, aunque fructífero. Al final, el comprador terminó por disculparse de lo que llamó un “exabrupto imperdonable”, y M. demostró que además de ser gran vendedora es una mujer valiente y una excelente educadora.
Hoy han pasado ya dos semanas de esa experiencia, y no logro sacarme de la cabeza el despliegue de xenofobia, que según la Real academia es el “odio, repugnancia u hostilidad hacia los extranjeros”. Tampoco puedo evitar pesar que el mexicano promedio hace una peligrosa ostentación de esta xenofobia; que sin importar que millones de nosotros hayamos sentido en carne propia lo que es vivir como extranjeros, no hemos aprendido a aceptar al otro, como a uno de nosotros.
La encuesta nacional de discriminación de CONAPRED, que en estos días cumple dos años, nos quitó un velo de la cara: no somos los anfitriones cálidos y fraternos que abrimos brazos y corazones a seres de todas las latitudes. Somos abiertamente discriminadores de los extranjeros, aún en mayor grado de lo que discriminamos a mujeres y personas con discapacidad, indígenas y homosexuales.
Sólo uno de cada 200 mexicanos opina que los extranjeros sufren en México por su condición; pero 42 de cada 100, no permitirían que en su casa vivieran extranjeros; y puestos a elegir entre dos personas con igual capacitación para un puesto, sólo uno de cada 100 elegiría a un extranjero sobre otra persona, en tanto casi 20 de cada 100 afirman decididamente que jamás contratarían a un extranjero.
Quizás nos escudamos en la lealtad a la patria y a los compatriotas, pero este nacionalismo del que tanto nos ufanamos, es perverso y potencialmente hitleriano, a menos que lo encaucemos con solidaridad, inclusión y un gozoso sentido celebratorio de la diversidad.
Quien camina en la vida guiado por estereotipos, tan sólo demuestra su crasa ignorancia. México es plural. Hay mexicanos nacidos en Cholula, Tlatlauqui, Ocotlán y Managua, en Beirut, en Acatlán y en Friburgo, en Santa Marta, y Dallas, Texas. Y hay extranjeros que quieren vivir con nosotros. Esta diversidad amplía nuestros horizontes y ensancha nuestros corazones. En cambio, juzgar a los demás con prejuicios sólo puede acarrear desgracia, discriminación, odio y genocidio. Eso nos enseña la historia.
Mientras sigamos siendo tan eficaces en discriminar a los extranjeros, y a quienes hablan con acento de otras latitudes o tienen apellidos poco comunes, sean o no extranjeros, estaremos simplemente eliminando una parte de nosotros mismos.
La solución está a nuestro alcance; primero, caigamos en cuenta de que no hay nada de positivo en nuestra xenofobia rampante; luego, creemos situaciones y contextos incluyentes, donde los extranjeros y los mexicanos venidos de lejos, puedan vivir lo que tantas veces decimos de dientes para afuera: ¡Ésta es su casa! Y entonces, sólo entonces, dejaremos de sacarnos diez en xenofobia, y pasaremos a gozar el gran festival de la diversidad humana en nuestro propio hogar, nuestra ciudad, nuestro país y planeta.
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