Autor: Mauricio López Figueroa
Publicación: Síntesis, Pendiente
“Mira papá, mira esa roca…”
Avanzaba absorto y con paso cansino sobre el camino que elegimos aquella mañana para pasear por el cerro; el azul del cielo era intenso y el color hería nuestra mirada, mientras millones de insectos imponían una movilidad fantasmagórica al ambiente; la brisa, las flores y los árboles orgullosos de su tiempo y tonalidad enmarcaban el escenario donde nos encontrábamos. Todo era un regalo.
Sin respetar los límites de la brecha, los niños corrían por todos lados, con alegría y vociferando sus hallazgos. Yo no era consciente de que caminaba por aquel paraíso, no me importaba, pues mi ansiedad y mis pensamientos me tenían preso en un lugar oscuro y fuera del tiempo. Me sentía apesadumbrado. La situación del país siempre es el telón de fondo para la desagracia personal y me encontraba en la temporada en la que el trabajo aumenta y se complica; mi inquietud se ahondaba ante la pregunta eterna de “qué hacer”: qué hacer para estar mejor, para ganar más, para evitar los problemas; qué hacer para sentirse bien, más fuerte y más seguro; qué hacer para avanzar por un futuro más estable y más luminoso. Qué hacer para estar en paz con el pasado y no tenerle miedo al futuro…
Un llamado me saco abruptamente de mi ensimismamiento. Lo habíamos dejado atrás, a la distancia veía a mi pequeño hijo postrado ante no sé qué misterio, algo hacía con la ramita que venía arrastrando y blandiendo, y con la que intentaba cazar escarabajos y mosquitos desde hacía un rato. Mientras me acercaba a él podía ver que escarbaba alrededor de una roca enterrada, la cual no podía mover. Cuando llegué a él apenas notó mi presencia, le llamé nuevamente elevó su pequeño rostro y exclamo: “¡mira, es un hueso enterrado!” Me quedé estupefacto ante la luz de su rostro y de su asombro, y entonces entendí. Él no dejó de hacer lo que estaba haciendo, pues no existía en todo el Cosmos nada más importante.
Con cinco años su vida se resumía al presente, a un ahora lleno de emoción y sentido en el que concentraba toda su existencia; todo él era la rama que tenía la mano y la roca enterrada que jugaba a ser el hueso de alegre dinosaurio extraviado en los libros de ciencia. No había nada que temer ni nada que esperar, sólo ser. Ésa fue la enseñanza, la filosofía básica.
Regresamos a tiempo para la comida, procuré durante el trayecto poner atención a todo lo que nos rodeaba y no perder el rastro de sus ojos vivos.
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