lunes, julio 04, 2011

Música, evocación, escenarios virtuales

Autor: Alfonso Álvarez Grayeb
Publicado: Puebla on Line. 29 de junio de 2011

     "El poder evocador de la música es una de sus más primigenias y telúricas verdades."
     Evocar, verbo transitivo según los diccionarios, significa "llamar o apostrofar a los espíritus y a los muertos, suponiéndolos capaces de acudir a los conjuros o invocaciones. • [fig.] Traer alguna cosa a la memoria. • [fig.] Recordar una cosa a otra por alguna semejanza o punto de contacto".
     Pero, tratándose de las evocaciones que particularmente nos trae la música, las acepciones del diccionario se quedan evidentemente cortas y reducidas: las "cosas" evocadas por la música son a menudo sentimientos, las huellas de alguna sensación, ciertos estados de ánimo vagos, sutiles, indefinibles, que asociamos arbitraria y oscuramente a un cierto momento, a cierta persona, o a cierto lugar real o ficticio. Por algo, el gran Beethoven dijo que la música comienza ahí donde terminan las palabras. Con palabras del siglo XXI podría decirse que estas evocaciones son una suerte de escenarios virtuales personales creados por nosotros, y que son, por lo mismo, descaradamente subjetivos. Yo las considero, para efectos de lo que diré aquí después, como pequeños milagros que sin embargo pueden ser replicados en laboratorio, al alcance de cualquiera que esté equipado con la mínima tecnología pertinente para reproducir música y que tenga oídos para oír.
     Amparado cómodamente en mi subjetividad, lo cual me permite decir lo que yo quiera, evocaré mi escenario virtual favorito: el-pequeño-valle-con-la-casita-de-tejas-al-borde-del-lago-que-refleja-los-Alpes-al-fondo. Esto es lo que "veo" (evoco) cada vez, sin excepción e infaliblemente a través de los años, al escuchar el mismo glorioso solo de trompeta del 3er movimiento (a los 37 minutos, casi al final) de la Segunda Sinfonía de Gustavo Mahler, mi compositor del alma. Si escuchara mil veces ese pasaje, mil veces vendría la misma visión.
     Cierto día, nada virtual y muy real, montado en un tren transalpino, crucé un largo túnel para desembocar súbitamente en el-pequeño-valle-con-la-casita-de-tejas-al-borde-del-lago-que-refleja-los-Alpes-al-fondo. Recuperada apenas la respiración, pude capturar la escena en mi cámara. Acto seguido pregunté al inspector del tren el nombre de ese lago: Atersee, respondió.
     Al borde del llanto, supe de inmediato que había ocurrido un milagro trans-secular, trans-personal, inquietante y maravilloso: Atersee es el lugar en el que un siglo atrás, Gustavo Mahler (muerto en 1911) acudía todos los veranos a una casa de campo a componer sus obras.

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