jueves, octubre 18, 2007

Otros mexicanos son posibles: el Dr. Eduardo Almeida

Autor. Dr. Frank Loveland
Publicación: Síntesis, 18 de octubre 2007

Hace unos días, la Ibero organizó un homenaje por el cumpleaños y jubilación del Dr. Almeida. Fueron tantas las personas que querían dar su testimonio que me resultó imposible dar el mío. Un tanto recortado, va aquí mi agradecimiento a un académico mexicano ejemplar:

No toca a mí evaluar el trabajo académico del Dr. Almeida ni sus posibles logros en el área de la psicología social. Nada más con observarlos de lejos, seguramente son muchos y muy reconocidos por aquellos que sí saben de psicología social.

No, éste algo excéntrico académico del mundo de la literatura, de los que creen o han apostado a la naturaleza imaginaria de lo humano del ser humano, difícilmente podría evaluar con alguna justeza a alguien tan comprometido con los aspectos concretos de la realidad, con las injusticias evidentes de nuestro mundo, y con una congruencia entre su saber, su pensar y su actuar que espanta. En nuestro país, generalmente, la congruencia se dice, no se hace.

Por ello, quisiera dedicar estas palabras al ser imaginario que habita el cuerpo que reconocemos como Eduardo Almeida. Porque la vida sucede siempre en este espacio inmediato, aquí donde encontramos los otros ojos que nos miran, los que nos piden, solicitan y ordenan, los que nos moldean, y aún a veces, hasta dialogan con nosotros.

Si Jean Paul Sartre decía que “el infierno son los ojos de los demás”, habría que delimitar tan certera definición con el condicionante de que es así porque así lo hemos construido, así se nos ha moldeado, y así, ciegamente, miramos a los demás. Pero también, lo sabemos, existe la mirada curiosa del otro, la mirada que busca a su prójimo no para juzgarlo, ni para temerlo, sino para ver si está ahí. Encontrar esas miradas que nos invitan al diálogo, tanto a ejercer nuestra inteligencia como a mostrar nuestro desconcierto, a fundar una amistad, un espacio íntimo ahí, al ladito de la realidad cotidiana, es quizá lo que hace la vida vivible, lo que nos permite construir un entorno inmediato y humanizante en medio de un mundo organizado, parece, para aislarnos y empeñar nuestro pensamiento en racionalizaciones triviales. Esas miradas, Eduardo, se agradecen como el agua en el desierto.

No sé quién es él, pero su mirada me recibe siempre con una sonrisa algo socarrona, que por un lado me recuerda nuestras discusiones epistemológicas que aún no han concluido, y por otro, mucho más importante, me invitan a compartir, o por lo menos admirar, una actitud que no puedo menos que llamar cristiana, de suave y erasmista humor ante el mundo absurdo en que ambos navegamos. Un humor sin sarcasmos, sin rencor, sin guerra, sin blancos fáciles. Sí, te imagino como un Erasmo de Rotterdam contemporáneo, viviendo el cristianismo que otros predican, practicando las virtudes sobre las que otros pontifican, ejerciendo la excelencia académica que juntas y comités institucionales llevan años preguntándose cómo lograr.

Quizá por eso, tu tranquilo deambular por nuestra Ibero, tu trabajo callado y siempre amable, el tono amistoso y sin exaltaciones conque me has enseñado a digerir los aconteceres agrios y para mí, en ocasiones desesperantes, tu ecuánime manera de ser genera olas en la neurosis cotidiana de nuestras rutinas. No se vale, Doctor Almeida. Todos sabemos que estamos mal, que no trabajamos lo suficiente, que debemos planear cómo planear, tener control y minuciosa bitácora de todas y cada una de las actividades del personal de esta institución porque seguramente andan, y andamos, echando relajo por ahí, y ponerse la camiseta significa un serio compromiso para perder el tiempo preguntándonos, colegiadamente desde luego, por qué perdemos el tiempo, y una junta exitosa es aquella que, tras tres días de deliberaciones, produce documentos que aseguran seremos la mejor universidad dentro de cinco años. En cinco años, mañana, otro día, no hoy, no ya. No se vale ser lo que queremos ser, doctor. Y luego su curriculum parece hecho ad hoc para cumplir con el ideario de esta institución: doctorado en Cornell, miembro del SNI, reconocimientos internacionales en derechos humanos, años trabajando entre los más pobres de los más pobres, optando por ellos, y hasta aprendiendo de ellos, modificando sus teorías a través del diálogo y vida con los humildes. ¿Qué nadie le dijo que los idearios son eso? Idearios pues, no programas concretos de vida.

Por eso, luego esta Ibero no sabe qué hacer con usted. Rendirle homenaje, chance hasta una estatua algún día, aunque creo que para eso tiene que haber sido Jesuita. Pero en tu trabajo, Eduardo, a veces me parece que has sido el secreto mejor guardado en esta institución.

Dicen que las personas pasan y las instituciones permanecen. Como diría sor Juana Inés de la Cruz, ni unas ni otras permanecen. A fin de cuentas, las instituciones son la gente que trabaja en ellas, y tú has hecho de ésta, una institución privilegiada por tu presencia. Me precio mucho de tenerte de colega: que esa mirada socarrona me facilitara, y a la vez presionara, a terminar mis estudios, haciendo a un lado corajes y amarguras cosechadas en otras instituciones educativas; y te confieso que a través de mi trato contigo, me hiciste reflexionar mucho, y aún culpablemente, sobre el misterio que implica la cristiana demanda de amar a nuestros semejantes, y con ello has sido un poco médico de mi espíritu. Y no se diga nuestras discusiones. En un país donde pareciera que toda discusión de ideas es ataque a la persona, las pláticas contigo son un raro encuentro con el pensamiento como búsqueda, donde el hablante no se aferra a sus ideas, sino las pone a disposición del otro, esperando que también el otro extraiga algo de su morral, para ver si con todo eso podemos caminar con un poco más de luz y alegría el misterio de existir.

Por todo ello, mi querido Eduardo, gracias.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Excelente texto. Felicidades a los dos , Dr. Loveland y Dr. Almeida, por llevar a cabo uno de las cosas más díficiles; ser congruentes actuando en consecuencia, claro, por el bienestar del prójimo y de uno mismo.