lunes, septiembre 19, 2011

Podremos Educar en Valores?

 Autora: Celine Armenta
Publicado: e-consulta, 12 de Septiembre de 2011

     “Podemos, y por tanto debemos educar en valores”, fue la premisa fundamental de la reciente Cátedra Pablo Latapí. “Los valores son el corazón de la educación”; rezaba el título del evento, que este año tuvo por sede a la Ibero Puebla. De tal título se infiere que sin valores, no hay educación imaginable. Y a quien dudara de ello, el erudito colombiano Bernardo Toro explicó en su calidad de orador principal, que el deterioro ambiental y las enfermedades comunitarias y personales pueden prevenirse desde una educación equitativa y de calidad para todos, que sustituya el deseo desmedido de éxito y la ambición del poder, con bienes públicos y posibilidades de una vida digna para todos.
     Con estas ideas en mente, me puse a redactar el borrador de este artículo. El calendario favorecía mis intenciones de escribir sobre educación en valores. Estamos en septiembre, con las fiestas patrias delante, que en buena medida son la conmemoración de gugerras, muertes, intolerancia, incapacidad para el diálogo, abusos y excesos de poder, sojuzgamientos y sangre derramada. Conmemoramos también el aniversario del golpe de estado antidemocrático en Chile, con su secuela de represión y muerte, y el ya no tan reciente ataque terrorista en Nueva York, con su secuela de paranoia y explícitos actos de venganza. Y por si fuera poco, el Dalai Lama hablaba por televisión sobre la necesidad de educar para la tolerancia y la convivencia.
     Total, que el domingo empecé a escribir, sumándome a las voces que afirman, sin lugar a dudas ni escepticismos de ningún tipo, que educar en valores es posible, viable, razonable, factible, y demás términos similares. Yo planeaba añadir un granito de sabiduría y proponer caminos para tal educación, métodos y contenidos. Pero del dicho al hecho, hay mucho trecho; y del plato a la boca se cae la sopa.
Hacia las cuatro de la dominical tarde, tuve que salir de compras; llovía en nuestra Angelópolis y bajo el agua esperé el microbús un rato largo. Tiritando y con la flojera que se cernía sobre toda la ciudad, entré con prisa al supermercado; tomé lo que necesitaba y me formé en la fila rápida.
     Tres lugares delante de mí una mujer más vieja que yo, o sea muy anciana, llevaba dos artículos en las manos; detrás de ella, una mujer joven, treintañera, con su retoño de nueve o diez años, llevaba un carrito con bastantes objetos; posiblemente más de los que supuestamente pueden pasar por las cajas rápidas. Pero nadie le decía nada; los domingos, junto a la flojera, medra la desidia y ambas muestran camuflaje de tolerancia.
     La anciana titubeó al caminar hacia la caja, y la mujer aprovechó la fracción de segundo que duró este titubeo para empujar a su hijo de modo que se colocara delante de la mujer. El chiquillo lo hizo con la pericia de quien está acostumbrado a ello. Cuando la anciana intentó recuperar su lugar, la madre indicó a su hijo que no se moviera; y empujando el carrito lleno de mercancías lo encajó delante de la anciana, y en un santiamén lo vació sobre la banda de la caja.
     La anciana, desconcertada y con la lentitud que dan los años, trataba de colocar su mercancía en la banda sin percatarse de que ya había sido desplazada.
Cuando al fin notó que le habían quitado su lugar, tocó al niño en el hombro y le preguntó con ironía, a manera de reclamo: “¿ustedes estaban delante?” El niño puso cara de susto; no tenía respuesta. La madre terció entonces: “¿qué quiere? No se meta con mi niño”.
     El varón que estaba delante de mí y yo, coreamos apoyando a la anciana: La madre se convirtió en basilisco; gritoneó su derecho a abusar de quienes “se dejan”. Cuando traté de hacerle ver que estaba enseñando a su hijo a comportarse como gandalla, y así creaba un entorno potencialmente abusivo contra todos, me miró despreciativa y me soltó que su hijo no iba jamás a ser “un dejado”; que si otros lo eran, nimodo; y que nadie le iba a decir cómo educarlo.
     Total, la fila rápida se tornó lenta; la lluvia arreció, y las dudas me enfriaron más que el agua. ¿Hay manera de educar en valores cuando hasta nos enorgullecemos por el desprecio hacia la legalidad y el orden, y no reconocemos pero exhibimos un brutal complejo de víctimas que nos lleva a abusar para prevenir que abusen de nosotros? ¿Cómo evitar excesos de poder y de ambiciones desde la educación formal? ¿Cómo predicar tolerancia y legalidad cuando tales conductas se consideran propias de débiles, y ser débil, o sea “dejado”, parece la peor condición posible?





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