Autor: Mauricio López Figueroa
Publicado: e -consulta, 29 de agosto de 2011
Para nadie es noticia ni sorpresa que nuestra época actual se caracteriza por la incertidumbre y la inseguridad (en todo sentido). La educación que impartimos en nuestros sistemas se encuentra profundamente desafiada por un presente que para muchos es el signo claro del fin de una época y la emergencia de otra, la manifestación de un paradigma que concluye y la inauguración de otro referente que orientará la construcción de una nueva y mejor realidad. Para otros los augurios no son tan optimistas, hay quienes afirman la inminencia de una catástrofe sin precedentes en la historia. En cualquier caso, lo que es claro para todos es que nos encontramos indiscutiblemente transitando una crisis.
Siempre la educación ha reconocido como propio un cierto estado de crisis, de hecho podríamos decir que la educación es tal porque nuestro proceso formativo supone el constante cuestionamiento de nuestras estructuras. Existe también un doble motivo para entender la crisis como parte de la educación: en primer lugar porque es una actividad que pone en juego directamente la interioridad de las personas, y en segundo lugar porque tal actividad supone inevitablemente un determinado nivel de frustración, tanto en el educador que nunca ve el fruto final de su esfuerzo como del educando que debe aprender a salir del mundo del deseo, para adentrarse en el mundo de la realidad, aprendizaje que no se hace sin su cuota de esfuerzo.
Pero cuando hoy decidimos que la educación está en crisis, no estamos hablando de ese tipo de crisis. Hoy hablamos de una crisis más profunda y más grave: del riesgo de que la educación sea incapaz de cumplir con su cometido y sufra o sucumba a un enorme vacío entre sus criterios y sus recursos.
El destino sin embargo no está sellado ni determinado, las crisis son lo que decidamos que sean: si elegimos condenación que así sea, dejemos solamente que ese negro futuro imaginado y proyectado en nuestra mente suceda sin más; pero si elegimos oportunidad entonces aprendamos a ver el presente de otra manera, recuperemos nuestros referentes más profundos y significativos y reinventemos.
Desde esta última perspectiva, la crisis es entonces transición, desplazamiento de una idea referente a otra. En el caso de la educación, la realidad y los contextos nos apremian porque enfrentamos nuevos y profundos desafíos que exigen una ciudadanía distinta y renovada, que implique una nueva manera de entendernos e involucrarnos, por lo tanto, transitamos a una educación que promueva, por un lado, en los recintos escolares una manera diferente de construir y articular el conocimiento, el cual estará realmente vinculado con la realidad; y, por otro, una educación que resalte la responsabilidad individual en la construcción del tejido social, que resalte la acción pertinente y transformadora de todos.
Ciertamente entender la educación de esta manera es un desafío porque implica asumir la propia transformación como educadores y como ciudadanos, implica entre otras cosas que renovemos nuestra visión de la realidad a partir de una nueva comprensión del sentido de los saberes escolares. ¿Para qué son los saberes escolares? ¿Para padecerlos y tramitarlos, intercambiarlos, por un 10? ¿O para articularlos significativamente y reconstruir una perspectiva compleja y maravillada del mundo? ¿Cómo construir esperanza y posibilidad para nuestras sociedades tan golpeadas por la violencia y la indiferencia, si la experiencia escolar no se constituye en la columna vertebral del espíritu humano? Una experiencia que alimenta la capacidad para maravillarse de un mundo siempre sorprendente; una experiencia que nos revele a cada uno nuestra diferencia y nuestra singularidad, así como la importancia y la profunda riqueza de la convivencia; saberes escolares que en su reconstrucción, revelen un mundo que nos puede unir si lo decidimos y que nos puede transformar si lo imaginamos. Es imperativo que en nuestra actual crisis y transición los saberes escolares nos ayuden a entendernos como ciudadanos transformadores que pueden multiplicar el contenido y la acción educativa; es necesario que la educación se concrete en una práctica que sitúe a la todas las personas en el mapa de sus propias decisiones.
La educación en tiempo de crisis es oportunidad de volver al corazón de nuestras intenciones más elevadas, tanto en lo personal como en lo social. De verdad que lo único que no nos podemos permitir es dejar de afirmar y declarar la esperanza renovada en el espíritu humano.
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