Autor: José Rafael de Regil Vélez
Publicación: la jornada de oriente, 16 de marzo de 2006.
Mientras pensaba en la colaboración para esta edición de La Jornada de Oriente, recordé una conversación tenida con un grupo de alumnos universitarios hace ya algún tiempo.
Los encontré tomando café. Estaban cómodamente instalados en unas sillas al aire libre y departían animosamente. La discusión versaba —casi como para variar— en torno a sus abuelos, papás, tíos y todo ese montoncito de cosas que los chavales ven diferentes a ellos y que a veces les causan la sensación de ver la vida de manera diferente, como en dos horizontes de comprensión casi irreconciliables.
Llegué yo, que puedo ser de la edad de alguno de sus padres y acepté la invitación para unirme a su tertulia. Después de un rato de escuchar y no intervenir en su diálogo, me preguntaron que por qué me había quedado callado. Les contesté que porque se me hacía chistoso mientras hablaran de ese tema alguno de ellos tuviera estampada la figura del Ché Guevara en su camisa.
Después del cotorreo por la alusión, me inquirieron por qué de lo chistoso.
— ¿Por qué a algunos jóvenes, todavía en este siglo XXI, les gusta la figura del Ché, incluso como para llevarla en una prenda de vestir?
— Pues…. Porque tenía cosas chidas: había viajado por toda Latinoamérica, se había comprometido con lo que él creía, se había rebelado al mundo que habían diseñado otros…
— Si el Ché viviera, ¿alguien sabe qué edad tendría?
Silencio…
— Si el Ché viviera —continué— tendría más de 70 años: ¡sería como sus abuelitos, como mi papá!
Su reacción fue divertida. No lo habían pensado. La reflexión se fue hacia por qué con algunos de otras generaciones sí nos sentimos a gusto y por qué con otros nos sentimos como en una crisis generacional. Nuestros pensamientos se inclinaron a señalar que porque las cosas humanas y humanizantes por las cuales se jugaron la vida nos pueden resultar sugerentes para la tarea que tenemos nosotros de construir nuestra vida: la amistad, el compromiso, vivir de ideales, la libertad.
Más allá de la forma concreta en la que quienes nos precedieron hayan vivido, es posible encontrar una especie de buena vibra que nos hace sentirlos humanos y a nosotros sentirnos humanos frente a ellos. Y entonces, la tan llevada y traída crisis entre generaciones diluye sus fronteras.
Esta es la experiencia que está detrás, por ejemplo, de un jubileo como el que ahora viven los jesuitas en todo el mundo alrededor de las figuras de Ignacio de Loyola, Francisco Xavier y Pedro Fabro, quienes vivieron en el siglo XVI y para muchas y muchos continúan vigentes.
Jubileo es un tiempo de júbilo y de alegría porque podemos traer al presente y proyectar a lo que pueda significar nuestro mañana cosas que nos invitan a sentirnos vivos; porque podemos actualizar experiencias de otros humanos que nos son significativas para andar el camino que aquí y ahora estamos recorriendo.
En la conmemoración a la que me he referido, las personas que se sienten identificadas con la forma de ser y de actuar de Ignacio de Loyola quieren compartir con quien se quiera sentir interpelado que en el mundo de hoy siguen vigentes cosas como la fidelidad creativa a la historia, la eroticidad, las ganas de compartir por todos lados las posibilidades para ser humano y la posibilidad de ser plural e incluyente.
Hay cosas valiosas —como las del Ché, Ignacio de Loyola o Teresa de Calcuta— que podemos compartir de generación en generación, siempre y cuando queramos correr la aventura de darles contenido propio, de encarnarlas en nuestro momento, de ponerlas en palabras, gestos y acciones contemporáneas. Recuperar lo humano y humanizante del pasado es la activa labor de nuestro presente. Y hasta los jóvenes pueden vibrar con ello, por más que alguien se empeñe en señalar lo contrario.
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