jueves, agosto 16, 2007

La ética que me tocó vivir

Autor: Dr. Frank Loveland
Publicación: Síntesis, 16 de Agosto de 2007

Se ha vuelto lugar común, no por ello menos inquietante, el “argumento” que va más o menos así: qué bien que nuestro gobernador Mario Marín ha tenido que gobernar bajo la sombra del Lydiagate, porque así se ha visto forzado a gobernar bien.

Pues caray, con tan buenas noticias habría que ver si no podemos arreglarle residencia en Puebla a don Ulises Ruiz para que se candidatee las próximas elecciones. Imagínense, con todas las organizaciones internacionales de derechos humanos presionando investigaciones sobre el señor, la obra pública en Puebla alcanzaría niveles inéditos. El cinismo de Ulises es tan valiente, que igual y hasta encarcela por ahí a algún empresario pederasta, panista de preferencia.

No sé si el “argumento” esconde una resignación impotente disfrazada de alegre cinismo, o una alegre complicidad en busca de un argumento cualquiera. Pero vivir en una sociedad que así razona da mucho qué pensar.

Para empezar, tendríamos que admitir que la “pérdida de valores” que tanto lamentan algunos sectores paternalistas de esta sociedad no fue tal. Se trataba más bien de una depuración de valores, un destilamiento hacia el valor fundamental que daba origen a los demás, valor que nunca se perdió, el valor hacia el que apuntaban todos los otros que dicen se “perdieron”: el poder es el poder.

¿No era esa la razón de ser de nuestros valores tradicionales? El padre como autoridad incontestable –“Es así porque yo lo digo”-, los hijos obedientes siempre: los hombrecitos para entrar en complicidad con el padre –“Vámonos de putas, m’hijo”- y las mujercitas para estar debidamente domesticadas –“Atiende a los señores, m’hija”-. La madre en un altar, siempre y cuando no se lo quisiera brincar, practicando la resignación profesional ante la ingratitud de hijos, hijas, marido, mundo etc. Las sirvientas –porque los valores tradicionales de nuestra sociedad poblana se aplican sólo a familias con servidumbre- humildes y conscientes de la obediencia como su único derecho, dispuestas, cual debe, a olvidar a sus hijos para atender a los señores.

Un orden espléndido, de autoridad autónoma y sumisos astutos o ingenuos. Es cierto que ya no le hablamos de usted a quien debiéramos, pero mientras sigamos tratándolos como vuesa merced merece, qué más da. Y si se ha limitado la capacidad de los padres para golpear a sus hijos –se ve mal, dicen los educadores-, el gobierno está en pleno derecho de darles su merecido –nunca es tarde- en cuanto osen dudar de su magnaminidad, aunque ya estén grandecitos. Total, mejor un gran Padre desenfundando el tanque antimotines que miles de papacitos quitándose el cinturón.

Y pensábamos que esa sociedad ya iba de salida. Que perdíamos nuestros valores. Y hasta parecía que se perdía el respeto a la autoridad. Pero ese respeto no se pierde, se impone. Tras el “efecto Tlaltelolco” hubo que hacer como que nos democratizábamos despacito, despacito. La “mano dura” había adquirido mala fama. Y eso que las Olimpiadas del 68 estuvieron re bonitas. Pero ya pasó.

Y para una sociedad así, los embates de la supuesta modernidad con sus corrosivos valores inmundos -que si autonomía del individuo, que yo decido sobre mi cuerpo, que elecciones democráticas, que los ricos también paguen impuestos, y otras barbaridades- habrán sido suplantados por nuestra inmejorable tradición de “hacer como que”. ¿No nuestro gobernador hasta abrió una fiscalía que hace como que persigue a los pederastas? ¿Y no el mismo presidente de la república hace como que le importan los pobres, y lo demuestra invirtiendo fuertes sumas de dinero, que no sobra, para que puedan trabajar de soldados y pefepés? ¿No podemos nosotros hacer lo mismo?

Y ahora su servidor tiene que dar un curso de ética, hágame el favor. Igual hago como que lo doy, y pongo a mis jóvenes universitarios a leerse a Aristóteles, para que se aburran, y luego a Nietzche, para que se hagan bolas y puedan interpretar como les plazca. Y mientras les digo, en lenguaje clarísimo, que hay que ser buenos (obedientes), preocuparse por su futuro y no el de los demás (no puedes cambiar el mundo), y nunca cuestionar a sus autoridades (los caminos del Señor... etc.): “Fíjense nada más cómo los escándalos alrededor de nuestro gobernador lo ayudaron a ser el mejor que hemos tenido...”

Integrarlos a su sociedad, pues. Que no les dé asco.

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