Autora: Yossadara Franco Luna
Publicación: E-consulta, 10 de junio de 2010.
Hoy se habla de la obesidad y la desnutrición como grandes problemas alimentarios en el país, pero prácticamente se ha dejado de lado otro problema que es tanto o más fundamental, y que podría resolver los dos primeros: la pérdida de la soberanía alimentaria.
Las raciones de nutrientes de mayor valor biológico como carne, leche, huevo, pescado y frijol que ya de por sí antes de 1982 eran mínimas, hoy han sido severamente reducidas o han desaparecido completamente de las mesas de los hogares mexicanos, lo que ocasiona que una significativa proporción de niños presenten cuadros severos de desnutrición, aún si son obesos.
Como siempre, la historia puede dar luz para entender nuestros problemas.
Tras la Segunda Guerra Mundial, entre 1947 y 1965, México asombró al mundo por su elevada tasa de crecimiento agrícola con una expansión media anual del 6.1% en términos del PIB. El llamado "milagro mexicano" significó una pródiga fuente de divisas que financiaron la importación de bienes de capital para el desarrollo industrial en las que más de la mitad de las exportaciones nacionales de mercancías provenía del campo. Éste satisfizo la creciente demanda interna de alimentos y proveyó las materias primas que requería un país en rápida industrialización y urbanización.
Pero con la reincorporación total de los países europeos y de Estados Unidos al mercado mundial, dejaron de ser necesarios los productos mexicanos en otras naciones, lo que desencadenó, a partir de 1966 hasta 1976, una crisis en la producción de alimentos. A lo anterior hay que añadir la creciente ola de corrupción al interior del gobierno, razón por la cual éste ya no pudo hacerle frente al conflicto económico que se estaba desencadenando. Ambas cuestiones causaron que el país perdiera su soberanía alimentaria y comenzara a depender de la producción extranjera de alimentos.
La dependencia alimentaria se convirtió así en un serio problema que ocupó un lugar relevante en el ámbito académico y político, y que dio lugar en 1980 a la creación del Sistema Alimentario Mexicano, pero el problema no se resolvió.
Vemos entonces que las causas de la dependencia alimentaria, derivada de la crisis agrícola, se pueden agrupar en tres grandes rubros. Primero, el gran rezago acumulado durante la larga recesión agrícola de 1966-1976. Segundo, la reducción del subsidio y crédito a este sector, que originó la producción de autoconsumo. Tercero, la demanda interna de estos productos, que creció en proporción superior a la oferta. Era urgente comprar en otros países lo que el nuestro necesitaba.
Todo ello dio lugar al aumento del consumo de productos de origen extranjero que, aunque más baratos por los altos subsidios inyectados en su país de origen, para las mayorías empobrecidas la factura siguió siendo cara, y razón por la que cada vez se redujeron más las posibilidades de nutrirse mejor. Es por ello que sigue siendo más barato comprar tortas y refrescos que comer sanamente.
A finales del mandato de Miguel de la Madrid, éste declaró públicamente que la soberanía alimentaria no radicaba en producir alimentos para un país sino más bien en tener la capacidad adquisitiva para comprarlos, pero ¿cómo hacerlo si seguimos sumergidos en una crisis económica de la que desde 1982 no hemos podido salir?
Dejar de depender de lo que producen otros países y proveernos de alimentos es tarea del campo acompañado por el Estado, el cual tiene que dar un paso decisivo en la planeación y ejecución de políticas públicas dirigidas a este sector porque el problema de la desnutrición y obesidad requiere más que regular tienditas escolares.
Pero mientras el gran paso se da, en educación hay que hablar no sólo de desnutridos y obesos sino de otra manera de vincularse con el campo, lo cual posibilitaría un nuevo tipo de desarrollo y la solución estructural a algunos de los grandes problemas nacionales. No hemos entendido que muchas de las dificultades de nuestro país, en realidad se han generado por la veneración al estéril asfalto y por no apostarle a la fertilidad del campo.
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