Autora: Celine Armenta
Publicación: El Columnista, 09 de junio de 2010.
Las efemérides de nuestro país, a partir de este año, incluyen al 5 de junio como día de luto nacional por la muerte de los 49 pequeñitos de la guardería ABC. Apenas lo justo. Pero, estimado lector, yo quisiera ampliar el sentido de esta conmemoración anual. ¿Por qué no decretarlo luto nacional por todos nuestros niños y niñas, adolescentes y jóvenes que mueren sin que nadie sea culpado ni castigado?
Incluir, por ejemplo a las niñas y niños muertos en la infame guerra contra el narco. ¿Acaso es menor la pérdida de los 16 adolescentes baleados a mitad de una fiesta el pasado 31 de enero en Ciudad Juárez, que la pérdida de los bebés de Hermosillo?
Este año, para el 23 de abril según cifras del senador Escobar y Vega, habían sido asesinados como consecuencia de la guerra anti delincuencia 97 menores de edad. De ellos, 75 tenían entre 15 y 17 años de edad; aquí se incluyen los chavitos de la fiesta de enero. Otras 14 víctimas tenían entre 11 y 14 años; cinco más tenían entre cinco y 10 años, y también se cuentan tres bebés menores de tres años.
Sumemos también a las niñas y adolescentes incluidas en las cifras de feminicidios de Ciudad Juárez y el resto del país.
Añadamos también a Paulette: niña, con discapacidad y apenas cuatro años de edad. La suya también es una muerte sin responsables. Otra vida arrebatada impunemente.
Mas no son todos. ¿Añadimos a las criaturas que viajan y mueren sin cinturón de seguridad, o sin asiento apropiado a su edad? ¿A los que mueren manipulando cohetes para las fiestas o sorteando autos en los cruces de nuestras ciudades? ¿A las y los adolescentes y jóvenes que fueron asesinados cuando comerciaban con su cuerpo, quizás como víctimas de explotación sexual?
Sumemos, sumemos.
Añadamos a las víctimas de las parejas que, desesperadas por tener descendencia, se someten a tratamientos hormonales y de otras índoles, que desembocan en partos múltiples de nenes poco viables. Bebés que mueren o que deben sobrellevar dolorosísimos tratamientos para satisfacer el deseo de sus padres y madres.
Sumemos a las y los jovencitos a quienes la intolerancia de papá y mamá, su silencio, su ignorancia o su propio dolor, los orillaron a suicidarse.
Y sumemos también a los bebés, niños, niñas y adolescentes que padecen enfermedades serias y son sometidos por sus madres y padres a seudo-tratamientos de embaucadores, que lejos de curarlos los llevan a la muerte. Sumémoslos también. Aquí mismo, en Puebla, hay suficientes representantes de curas dizque milagrosas para cánceres y padecimientos mortales, que engañan y matan.
¿Sumamos más? Este pasado fin de semana, en Val-de-Marne, cerca de París, una nena de 16 meses fue "olvidada" por su mamá en el auto familiar. El calor del mediodía y las ventanillas cerradas acabaron con su vida. ¿Hay casos similares en México? Claro que sí: incluyámoslos y sumemos a esos casos los de criaturas que caen en cisternas, los que se echan encima las ollas de agua hirviendo y las cazuelas con aceite.
Sumemos; tengamos a la mano los nombres de todos estos niños, porque cada 5 de junio dispondremos al menos de 24 horas para pensar en nuestra negligencia de adultos; en el dolor de todos y para nombrar en voz a cada uno de los niños muertos.
¿Olvido a muchos? Me temo que sí. Podríamos incluir a muchos que no mueren pero están siendo condenados a vidas enteras de carencias y penurias. ¿No tienes, estimado lector, un vecinito de seis o siete añitos que no va a la escuela? ¿No conoces alguna criatura que debe sufrir todo el día las vejaciones e insultos de un padre borracho? Es posible que sí lo tengas; es probable; casi es seguro que conoces al menos a una criatura víctima de una madre sumida en la desesperación, o de una pareja sometida a presiones económicas extenuantes.
Recuerdo con claridad a mi alumna preadolescente que, al volver de vacaciones participaba en la socialización de las mejores experiencias del verano. Sus compañeros habían narrado días en la playa o en la huerta de sus abuelos. Al llegar su turno dijo muy seria y tranquila: "Lo mejor de estas vacaciones fue que mi mamá se murió de una sobredosis". Todo el grupo calló; yo también. Conocíamos a la señora en cuestión, y comprendimos que había sido una liberación real.
Sumemos pues también a todas las niñas y niños que viven infiernos cotidianos. Que no mueren, pero son torturados física y psicológicamente a diario. Aquellos a quienes van dirigidos los insultos y crueles amenazas que entran por mi ventana mientras escribo estas líneas.
¿Seguimos sumando? Son muchísimos los niños y las niñas que cabrían en esta conmemoración anual. Y estoy segura de que a la mayoría ni siquiera los vemos sufrir. Eso es lo peor nuestra cultura ha creado el mito de la infancia feliz; un mito tan eficaz, que borra los recuerdos de nuestra propia infancia y nos ciega ante la infelicidad de nuestros niños.
Para sobrevivir como especie es una ventaja evolutiva creer que ser pequeño es ser feliz. Así, creemos honestamente que traer niños al mundo equivale hacerlos felices. Otra función de este mito es anestesiar a los papás y mamás, y en general a los adultos que tenemos nenes a nuestro cargo, ante el dolor, el malestar y el enojo que nosotros mismos causamos a los niños, incluso cuando los amamos mucho. Por supuesto, todo empeora cuando los papás no aman a sus nenes.
Muchos, muchísimos, no los aman. Otro mito dice que esto es imposible, pese a ser evidente. Pero eso es otro tema y no quiero mezclarlo con el de la infelicidad de los chiquitos.
Al creer el mito de que los niños son esencialmente felices, los adultos no nos sentimos culpables, y podemos cerrar los ojos ante la absoluta y desgarradora impotencia infantil. Los adultos no vemos su sufrimiento. ¿Reconocemos, por ejemplo, el dolor del abandono que sufre un nene o una nena al ser desplazado por la hermanita recién nacida? No lo vemos. Creemos absolutamente en el mito de la felicidad infantil, aunque el niño llore, patee y hasta deje de respirar a veces.
Los niños y las niñas deberían nacer cuando se les desea; cuando se han sopesado las consecuencias de su nacimiento; cuando se han previsto sus necesidades. Para ello debe asegurarse el control de la natalidad y la interrupción de embarazos no deseados. Luego, debe haber una red de servicios suficientes y de calidad, sin riesgos de incendios y masacres, para las madres y padres trabajadores. Y la educación debe ser de calidad, en todas y cada una de las escuelas. Y esto sólo para empezar.
Sea pues dolorosamente bienvenido el día de luto nacional. Cada año, al menos un día nos obligaremos a recordar que los niños y las niñas sufren y mueren por nuestra culpa, por nuestra complicidad o nuestro descuido; y que deben modificarse leyes y costumbres para poner alto a una barbarie incompatible con nuestra realidad y nuestro siglo; porque, como nos recordará cada año el calendario justo en el 5 de junio, lo que estamos cometiendo contra la infancia se llama matar; matar impunemente.
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