jueves, septiembre 21, 2006

Cuando la realidad ya no es buena ficción

Autor: Dr. Frank Loveland
Publicación: Síntesis, 21 septiembre 2006.


Literatura y realidad han tenido siempre relaciones inquietas.

Por parte de autores literarios, el papel que juega la realidad en la producción literaria ha sido motivo de largos debates, nunca resueltos, nunca abandonados. Desde aquello del compromiso absoluto con la historia, pues qué otra verdad hay, y cómo insuflar a la literatura de vida si no es con la vida misma, sus problemas, injusticias, deseos y, pues, realidades. Por otro lado, está el deseo de hacer literatura en sí, sin pretextos o motivos ajenos a la misma. Arte por el arte, por el gusto de escribir un texto asombroso, inédito en el más profundo sentido.

Por parte de la sociedad, ya desde Platón, en el nacimiento mismo de la cultura Occidental para decirlo pomposamente, Sócrates aconseja rendirle culto al poeta y enseguida correrlo de la ciudad, pues una sociedad civil no puede tolerar el uso de la palabra en libertad, las “palabras irresponsables” del poeta, dice Sócrates y escribe Platón. Más adelante, Horacio encontró lo que desde entonces ha sido el requisito imperativo de parte de la sociedad a la literatura: que sirva para algo. “Enseñar deleitando” decía Horacio.

Se trata, creo yo, de una lucha jerárquica por el derecho a la verdad: ¿es la verdad lo que está en la realidad? ¿O viene la verdad de los dioses, la inspiración, las voces en el cerebro, el inconsciente, el deseo de decir lo no dicho? La realidad, o la sociedad más bien, con sus instituciones, ejércitos, leyes y demandas, afirma ser la verdad. Y si usted no lo acepta, ahí está la clínica mental o la cárcel, el desempleo o la represión. Es la verdad del poder. Y la literatura debe reconocer ese estatus superior, e incluir en sus textos el saber que se origina en esa realidad del poder, sea para alabarlo o denunciarlo. En todo caso, reconocer siempre la autoridad del poder que nos rodea y forma nuestra subjetividad.

Decir lo contrario es acercarse a la demencia. Negar la realidad es el síntoma por excelencia de locura. La literatura, gratuita y necia, lo ha hecho a menudo. Las palabras irresponsables del poeta han ido sembrando diferentes formas de demencia en el colectivo social: dioses iracundos, la idea del amor intenso entre dos, profecías kafkianas de mundos burocráticos, utopías imperfectas, individualidades autónomas, flujos de conciencia inventados, vacíos deshabitados en el corazón mismo de la conciencia. Y la realidad misma ha sido objeto de esta irresponsabilidad: la denuncia desborda al denunciante, y la literatura nos ha mostrado el placer de la crueldad, la intensidad de la impotencia, y hasta nuestro deseo universal de asesinar a la realidad que se nos impone.

Demencias, seguramente. Como si la realidad humana fuera un teatro, y teatro lo hará usted en su alcoba, estimado lector. Pero hay momentos en la historia, en la realidad, donde ésta parece reflejar la mala literatura... y entonces descubrimos la “verdad” lamentable detrás de la realidad social humana. Precisamente por “mala”, chafa pues, cuando el poder olvida que es también un producto imaginario concretizado por los aparatos culturales e institucionales que, en efecto, dan forma a las subjetividades que entonces contemplan dicho poder como real y lo reproducen.

Decía Mark Twain que la realidad no tiene por qué ser verosímil, la literatura sí. Pero la realidad humana, en la medida que es producto de la imaginación concretizada de la especie, sí requiere verosimilitud. Las “explicaciones” de por qué el poder es como es, y por qué nos conviene a todos que sea así, necesitan contar buenas historias, cuidar los detalles, dibujar un futuro mejor. Cuando el poder actúa como si fuera tan real como el árbol y la montaña, como si no tuviera que ser verosímil, se nota la farsa.

Hoy, en México, el teatrito del poder se derrumba estrepitoso. Lo que ya sabíamos aparece contundente, innegable. Como nos habíamos acostumbrado a sospechar, no a saber, podíamos quizá refugiarnos en los buenos libretos del poder. Ya no. Aflora el crimen organizado. No los narcos, sino ese crimen organizado por instituciones, leyes y medios. Bueno, y los narcos también. Y los pederastas, que la trata de blancas ya quedó en virtud sana y comercial, y los ladrones desmedidos, y la arrogancia, tan pueril como peligrosa, de los que sienten que el poder es suyo porque así ha sido. Y el teatro se derrumba, los personajes del poder no son Macbeths, sino mezquinos y pequeños: sus conversaciones no revelan al genio maldito, sino a güeyes que sustituyen el pensamiento por leperadas cómplices, por la seguridad de que todo será como quieren.

Posiblemente será así. A través de la resignación, o a través de la violencia, argumento único de los poderosos. Y como sociedad, habremos perdido el derecho a argumentar sobre bases morales, mucho menos éticas. Pero moral y ética, ¿no son producto de la imaginación humana? Ficciones, deseos. La realidad será gobernada, ya sin cuentos, buenos o malos, por la voluntad del supremo ministro, entre copas, risas y groserías, y los privilegiados papitos que se pueden coger a todas y a todos.

Si nos dejamos.

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