Autora: Celine Armenta
Publicación: e-consulta 13 Septiembre 2006
De tiempo en tiempo, conviene revisar si nuestras acciones responden a nuestras intenciones, tanto en el ámbito personal como en el institucional. Porque la rutina y la preocupación por lo inmediato, o el simple paso del tiempo empolven la memoria y oculten las razones para actuar; las intenciones de nuestros esfuerzos.
Esto sucede en asuntos tan diferentes como comprar un auto o tener un hijo: compro un auto para ser más independiente y ampliar mis horizontes; y en poco tiempo soy esclavo del auto, y limito mi horizonte a lo que recorta el parabrisas. O tengo un hijo, con el deseo de hacer inmensamente feliz a un nuevo ser humano, y apenas meses después, cansada, agotada mi paciencia, humillo a mi niño, lo regaño, lo lastimo, lo hago llorar.
A nivel institucional, y especialmente en lo que a educación se refiere, el olvido de las intenciones se acentúa por reemplazos de personal, cambios en las políticas y falta de comunicación en todos los niveles. Esto explica que acciones y políticas potencialmente transformadoras, se vuelvan inofensivas o inútiles; y al paso del tiempo, vacías de alma, apenas sirven para engrosar el burocratismo. Querían ser un poderoso cañón que derribara muros y abriera caminos, pero sin motivaciones hoy son un armatoste que adorna mal cuando no estorba.
Si no ponemos cuidado, esto sucederá con la integración educativa de nuestras escuelas.Hace ya casi 15 años, representantes de 92 países, México incluido, firmaron la Declaración y el Marco de Acción de Salamanca para las Necesidades Educativas Especiales. Nuestro compromiso, basado en el principio de la inclusión, fue que las escuelas regulares acogieran a todos lo niños y niñas, independientemente de sus condiciones físicas, intelectuales, sociales, emocionales, lingüísticas, u otras. El espíritu que animaba esta iniciativa nacía de nuestra enorme fe en la educación. Plasmado en el segundo artículo de la mencionada Declaración de Salamanca, decía: “Las escuelas ordinarias con esta orientación integradora representan el medio más eficaz para combatir las actitudes discriminatorias, crear comunidades de acogida, construir una sociedad integradora y lograr la educación para todos...”
Casi 15 años después, la educación especial simplemente no menciona este espíritu. Y la sociedad mexicana, deslumbrada por problemas más ruidosos, apenas sabe que existe tan poderosa herramienta: la única estrategia real, vigente, instrumentada en miles de escuelas, que podría prevenir las heridas sociales, el odio de unos contra otros, y el camino de la exclusión que hoy resulta evidente en la etapa post electoral. El cañón poderoso, que derribaría muros de intolerancia, que haría evidente y literalmente insoportable la pobreza de muchísimos mexicanos, y que nos uniría en la búsqueda de condiciones más humanas para todos, no está funcionando. Está sirviendo de perchero o de adorno. Porque la integración educativa existe, aunque haya adormecido sus intenciones transformadoras. Las escuelas admiten a niños con discapacidades, pero muy pocos lencuentran ventajas sustanciosas en tal política. De hecho, en las escuelas donde los papás deciden —las privadas— rara vez se impulsa decididamente la integración.
Mientras tanto, la discriminación y la intolerancia, que nacen de juzgar como intrínsecamente diferente a quien no es “como yo”, campean en nuestra sociedad herida. Sin que nada nos haga sentir en carne propia el dolor del otro, su pobreza, su marginación. Sin que nos asumamos como una sola familia, con la obligación de tender puentes, abrir el corazón, las políticas, los monederos, y antes que nada privilegiar a los más vulnerables, a los pobres, a los marginados.Esta era la función de la integración educativa. Pero lo revolucionario de sus acciones, su espíritu, se empolva entre legajos de burocracia. No exagero.
El pasado 2 de septiembre se celebro la Reunión General del Programa Nacional de Fortalecimiento de la Educación Especial y de la Integración Educativa. Y ni siquiera entre líneas se menciona que “la construcción de una sociedad no discriminadora e incluyente”, es el fruto de la integración. Autoridades y ponentes realizaron un balance de los éxitos y las tareas pendientes de los últimos cuatro años. Surgieron iniciativas, se propusieron correcciones; pero no se mencionó su función más trascendente, ni pareció preocuparles el aletargamiento de su espíritu.
Urge construir una sociedad integradora, que enfrente y desenmascare la discriminación que está en la raíz de la pobreza, de la marginación, del desarrollo inequitativo, de la amargura e impotencia de una mayoría que sobrevive sin futuros, y de la violencia que se gesta en cada resolución judicial que aniquila la esperanza. Urge reavivar el espíritu de la integración educativa, e insuflarlo en todos los ambientes educativos, en todos los niveles, en todos los sistemas. Es un arma poderosa, y la necesitamos hoy mismo.
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