Autor: Martín López Calva
Publicación: Síntesis, 29 de marzo de 2007
De la clásica frase de Terencio: “Soy humano y nada de lo humano me es ajeno”, el mundo de nuestros días parece haber transitado hacia una versión totalmente contraria. En efecto, apoyados en la idea del respeto a la libertad de cada individuo y de la “tolerancia” y el respeto que se deben tener hacia los demás, los seres humanos de esta época de crisis-cambio-globalización parecen más bien responder a la sentencia: “Soy humano, sufro bastante como para tener que preocuparme por el dolor ajeno”.
Nos ha tocado un tiempo tan complicado, tan lleno de realidades injustas, indignas e indignantes, dolorosas e incomprensibles, que nuestra capacidad de asombro y nuestra sensibilidad hacia el sufrimiento humano parecen haberse diluído en una cómoda indiferencia disfrazada de respeto a la vida de los demás. Mientras a mí no me afecte lo que hace y le pasa al otro y mientras yo no afecte al otro con lo que hago o me pasa, la vida puede transcurrir con total “normalidad”.
Pero esta manera de enfrentar la vida, de defendernos inconscientemente de la crueldad de la vida, tiene al menos dos problemas evidentes que tendrían que ser considerados. En primer lugar, que es imposible, viviendo en sociedad, que a mí no me afecte el comportamiento de los demás y que a los demás no les afecte mi propio modo de proceder. En segundo lugar, que este deseo de “no ser afectados” y de “no afectar” a los demás, se convierte en una coraza que nos aísla a todos de todos y va diluyendo las redes de cohesión y de solidaridad social.
¿Cómo respondemos hoy a las demandas de justicia de los más afectados por una organización social regional, nacional y mundial que es excluyente, egoísta y generadora de sufrimiento humano?
Las respuestas parecen ir desde la simple evasión que adquiere formas de racionalización de nuestro egoísmo –“los pobres, los que sufren, tienen la culpa de lo que les pasa”- o de simple estetización cómoda de la propia vida –“esa realidad no existe, no tiene nada que ver conmigo, puesto que no soy una de las víctimas de la situación”- hasta lo que Lipovetsky[i] llama el “altruismo indoloro de masas” –“yo soy bueno y apoyo a los que sufren puesto que redondeo mi cuenta del súper y llamo para donar dinero al teletón”- mediante el cual creemos colaborar con los demás, pero en el fondo estamos simplemente curando nuestra propia conciencia y haciéndonos sentir bien a nosotros mismos.
La educación informal –la de la casa, los medios de comunicación, los amigos, la calle- y la educación formal –la de la escuela y la universidad- refuerzan esta insensibilidad hacia el dolor ajeno y van formando generaciones de personas, de hombres y mujeres, profesionistas y ciudadanos, que crecen con una visión que busca siempre ver para sí mismos y que evitan al máximo comprometerse con la búsqueda común de bienestar, porque no se sienten verdaderamente parte de una comunidad.
Pero como decía Ortega y Gasset: “si no salvo mi circunstancia, no me salvo yo” y la educación individualista y competitiva que estamos promoviendo, lleva en el fondo, no solamente a ahondar la injusticia social sino también a generar personas que no pueden alcanzar su propio proyecto de felicidad.
En su libro “Aprender a vivir”, José Antonio Marina[ii] plantea la necesidad de educar en la compasión, de educar la compasión como parte de una educación que capacite a las nuevas generaciones para construir su proyecto de felicidad sobre bases sólidas. Puesto que aunque parezca paradójico –puesto que la lógica simple diría, como señala este autor que “si sufro no sólo por lo que me sucede a mí, sino también por lo que les sucede a los demás, mis probabilidades de felicidad disminuyen”- la educación de la compasión genera personas más felices, puesto que los capacita para sumarse a “una lucha mancomunada contra el dolor” y hace crecer en una dinámica positiva la relación dialógica entre lo íntimo y lo social, que son los dos ámbitos fundamentales e inseparables en los que se desarrolla toda educación y toda vida humana.
Educar la compasión, educar la capacidad de “sentirse afectado por el dolor de los demás” es un desafío importante para todos los padres de familia y profesores en este “cambio de época”. Enfrentarlo con éxito implica asumir que la compasión no es simplemente un sentimiento sino un “hábito operativo”, un talante o estilo de ser persona, lo cual significa el desarrollo de un horizonte afectivo e intelectual completamente distinto al que está desarrrollando actualmente nuestra educación orientada hacia el éxito individual, que se sustenta muchas veces en el fracaso social.
[i] Lipovetsky, G. (1994). El crepúsculo del deber. La ética indolora de los nuevos tiempos democráticos. Barcelona: Anagrama
.
[ii] Marina, J. A. (2004). Aprender a vivir. Barcelona. Ed. Ariel.
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