jueves, noviembre 09, 2006

Poder e imaginación

Autor: Dr. Frank Loveland
Publicación: Síntesis, 9 nov 2006

En la película “de culto” Rey de corazones, filmada allá por 1967, el director Philippe de Broca nos muestra un pueblo abandonado por su población durante la primera guerra mundial ante el rumor de que alguien ha colocado una bomba que hará estallar el pueblo entero. Nadie se ocupa de vaciar el manicomio, y los locos se apoderan del pueblo. Eligen sus papeles: hay gobierno, comercio, artes, familias recién inventadas, adultos “niños”, etc. Todos juegan a ser un pueblo y reproducen imaginariamente los modelos, a su vez imaginarios, con los que los seres humanos “normales” construyen la llamada realidad. Es lo mismo y no es lo mismo: los locos son lo que quieren ser, no están obligados por nada, y su reproducción es lúdica y gozosa.

En algún momento regresa la “realidad”: los dos ejércitos enemigos entran al pueblo, con gran disciplina, música militar, todos cumpliendo órdenes sin chistar. Los locos están impresionados. A ellos no les sale tan bien eso de la disciplina, pues siempre hay varios que se distraen o comienzan a hacer otra cosa. Frente al ayuntamiento los ejércitos se enfrentan. En el balcón, el “gobierno local” de los locos los observa admirados. Se da la orden de fuego, y efectivamente, los jóvenes soldados disparan contra sus enemigos. La carnicería es total, se matan casi todos. Los “gobernantes” se desilusionan: los soldados se han matado en verdad, cosa de muy mal gusto. No entienden por qué los soldados han llevado las cosas tan lejos. Así qué chiste, ahora esos soldados ya no pueden seguir jugando.

Por algo es una película “de culto”. Divertida y excéntrica, presenta algo evidente que no podemos tomar en serio, no se nos permite. Las balas, la PFP, las tanquetas y los helicópteros dan solidez a la realidad. Y ay de aquel que no crea en ella.

Muy significativa la postura general de los saberes psicológicos que acompañan el lamentable teatro de la realidad. Mucho se dice, clasifica y patologiza sobre los actos de imaginación llevados demasiado lejos: desde la clásica imagen del loco que se siente Napoleón –imagen de consumo popular-, hasta los sesudos estudios sobre lo que motiva a algunos a ser lo que no son: hombres que quieren ser mujeres –y viceversa, aunque no tanto en nuestra masculinizada cultura-, adultos que se sienten bebés o niñas domingueras, masoquismos aberrantes, sadismos peligrosos, artistas entre excéntricos y dementes –el artista es un neurótico que no quiere curarse, Freud dixit-, no se diga las terribles ninfómanas que nomás quieren coger y coger sin cobrar ni enamorarse, los célibes voluntarios que llevan a término eso del miedo de castración... y las etiquetas epistemológicas (?) se multiplican: ahora ya hay niños hiperactivos, depresivos bipolares, y una larga lista de males relacionados con el estrés, que antes ni existía.

Enfermo todo aquel que no acepta las reglas de la realidad. Se produce una especie de saber patas arriba. Imagínese usted en una “realidad” donde le prohiben hablar. Y entonces, a los que de repente hablan se les estudia: no pues sí, pobres depresivos parlantes que desean sustituir la vida por el ruido que les sale de la boca, un rechazo inconsciente al mundo de los sentidos que les obliga a querer producir un fantasma hablador, seguramente debido a vacíos en su experiencia infantil donde no los acariciaron, o golpearon, lo suficiente, etc.

Se condena la imaginación para afirmar la realidad. Como si la imaginación fuera la enferma y la realidad bien sanota, bien inocente de ser lo que es.

Y ese saber nos dirá que si a los poderosos, empresarios y gobernantes, les gusta tirarse niñas de diez años, es porque alguna fijación con el cuerpo infantil han de tener, o algún miedo al cuerpo femenino adulto, o... alguna enfermedad de la imaginación medio enloquecida y que se conoce como pederastía.

Y no. Lo hacen porque pueden. Porque cuanto más profunda y radical sea la transgresión a las reglas sociales, mayor es el goce y sensación de estar por encima de ellas: la impunidad es el erotismo del poder. Y lo mismo da violar una niña que mandar matar a alguien, robar presupuesto y hacerse mansiones, o invitarles putas extranjeras a los cuates.

Y esa impunidad se sustenta en esos patéticos soldaditos enfundados en grotescos uniformes antimotines. ¿Quién los habita? Alcanza uno a ver, apenas, los rostros detrás de los trajes Dart Vader: algunos nerviosos y asustados, tensos entre la arrogancia de sus protecciones y el rostro que se pregunta qué chingaos hago yo aquí. Son los más sanos. Otros ponen la cara que va con el uniforme: son los más dañados, los buenos soldados, los que se la creen. Esperan su cachito de erotismo, de impunidad: ya les dieron permiso de golpear y violar. En una vida de forzado sometimiento absoluto, ¿qué mejor placer que ese?

Y nadie parece cuestionar la ruda disciplina que deforma así a un militar. Al contrario, hasta se admira. Ojalá y la sociedad entera funcionara con la disciplina y obediencia de los militares, me decía algún coronel hace tiempo. Y la gente más normal está de acuerdo. Hasta los más revolucionarios se fascinan con la parafernalia y organización militares.

Yo no. Y me da dolor reconocer que la película mencionada, en efecto, es una payasada, un divertimento crítico y nada más. Si no fuera así, acompañaría a esos locos cuando, una vez que su pueblo ha sido retomado por los habitantes y ejércitos de la realidad, se retiran tristemente a su manicomio y echan llave. Que los seres reales y realistas se maten entre ellos. Yo qué.

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