Autor: F.H. Eduardo Almeida Acosta
Publicación: La Jornada de Oriente, 10 de Mayo 2007
Estamos celebrando en estos días a las madres y aunque la mercantilización y la tonalidad patriarcal de la celebración ameriten su cuestionamiento, también hay otros enfoques que permiten retomarla. “Madre coraje”, “La Madre” de Gorki y tantas otras obras literarias de valor innegable nos hacen presente a la progenitora de nuestras vidas. Por otra parte hay madres, como Doña Rosario Ibarra de Piedra y las “Madres de Mayo”, que con su testimonio de valentía y de congruencia política, han engendrado espacios de dignidad en unos tiempos en que esto no es lo habitual.
En esta ocasión sin embargo, quiero referirme a mi suegra (socra, como decían los romanos) Doña María Eugenia Díaz de Rivera fallecida el 16 de febrero próximo pasado. Conocí a mi “bella madre” ( belle-mère, como dicen los franceses) o “madre legal” ( mother-in-law, como dicen los ingleses) en 1977 cuando ella tenía 58 años. A tres meses de su muerte quiero rendirle homenaje y expresar públicamente mi afecto, mi admiración y mi agradecimiento.
Mi afecto en primer lugar porque a lo largo de treinta años ella fue en efecto una bella madre tanto para mi esposa, como para mí, posteriormente para mi hijo y recientemente para mi nuera; atenta, afectuosa, respetuosa, hospitalaria, amiga.
Mi admiración porque manifestaba con su vida lo que alguna vez expresó Colette, la escritora francesa: “ Una mujer que se siente inteligente exige igualdad con los hombres; pero una mujer que es inteligente no lo hace. Asume la igualdad como punto de partida y vive la diferencia como reto, no como limitación”. Son recuerdos muy recientes los diálogos que sosteníamos los sábados cuando nos visitaba; al ir por ella a su casa durante el trayecto expresábamos opiniones divergentes sobre acontecimientos políticos: ella me dejaba afirmar mis puntos de vista, ella ofrecía los suyos. Se mantenía informada y sufría por tantas flagrantes injusticias y justos sufrientes. Diariamente veía a Carmen Aristegui en CNN y y no se perdía el programa “Primer plano” del canal 11, entre otros foros de discusión. Más tarde formulaba sus conclusiones.
Mi agradecimiento porque entre ella y mi suegro formaron hijos con inquietudes de servicio, que viven la vida con intensidad, y que se han involucrado en el arte, en la política, en la educación, en la lucha por la justicia. Admiré en mi suegra la clara noción que tuvo de la importancia del arte como forma de manifestación del espíritu. Por muchas partes, en la Sierra, en la ciudad de México y aquí en Puebla sus acuarelas han sido compañeras permanentes de mi vida cotidiana. Para mí su rastro, en esta caravana que somos, es mi esposa. Entre 1952 y 1962 angustias, trabajos y vigilias de la madre, e inquietudes, zozobras y enfermedades de la hija, tuvo lugar, un período de intensa maduración para ambas. Quince años después, en 1977, en la Sierra, mis suegros y mis padres nos acompañaban a mi esposa y a mí en el compromiso de compartir vidas, proyectos e incertidumbres. Desde entonces aprendí a querer y admirar a mi suegra. Vayan estos renglones de agradecimiento por su vida y por los frutos de su vitalidad.
Termino con las palabras que expresó mi esposa el día en que recibió las Palmas Académicas de Francia. Al dirigirse a su madre dijo: “¿Y mamá? Esa mujer de rara hondura humana, que lleva en sus entrañas el dolor del mundo, que no deja de ver los noticieros cada día, porque siente, que de lo contrario, abandona a todos esos seres humanos sufrientes con los que se quiere solidarizar. Mamá, quien nos ha impulsado desde la infancia a lanzarnos a la búsqueda de nuestros ideales, y que nos ha interpelado a la fidelidad a los principios que cada uno de nosotros nos hemos construido, ella que es capaz de alimentar los vínculos entre hermanos con posiciones políticas bastante diferentes, a ella, gracias”.
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