Autora: Celine Armenta
Publicación: ¨Puebla on line, 19 de abril de 2010
Todos somos expertos en beisbol y gimnasia olímpica desde el sillón de la sala. La distancia nos engaña parcialmente pero también nos da una claridad difícil de alcanzar por el manager y el entrenador. Por eso muchos, yo incluida, adquirimos el feo hábito de arreglar el mundo, ofrecer sugerencias no solicitadas y meternos donde no nos llaman.
Esto explica que yo quiera aportar unos consejos a la Iglesia Católica en lo que, sin exagerar, considero que es su primera crisis planetaria: una tormenta impensable en cualquier otra época, cuando la tiranía de las comunicaciones no decidía sobre la vida y la muerte, el endiosamiento y la condenación.
Así lo veo: aunque relativamente fueran muy pocos, los curas pederastas no son perdonables, ni lo es la institución en que militan, de la que comen, y para la que viven; menos perdonable es la canallada de quienes seguramente son muchos: los obispos, curas y laicos encubridores por comisión u omisión, y cómplices de un delito que no debiera prescribir jamás.
Pero tampoco hay que ser ingenuo; nada ganan hoy las víctimas del pasado, ni se previene nada para las del futuro, arrojando a los curas pederastas a un infierno en vida. Estos delincuentes deben ser juzgados y condenados; aunque un tratamiento siquiátrico serio, pagado por la propia iglesia, operaría mejor que cualquier prisión.
Por otra parte, con un sentido mínimo de justicia, las víctimas debieran ser muy generosamente indemnizadas con dinero, ese que las homilías juzgan como material y despreciable; indemnizadas sin tardanza y a manos llenas Estas no son recomendaciones de una editorialista metiche: son reclamos mundiales en aras de una justicia elemental.
Mis recomendaciones son más audaces, y las resumo en dos palabras: transparencia e inteligencia.
Me explico: no creo que todos los pederastas sean del estilo calculador, brillante aunque execrable de Marcial Maciel. Muchos serán oscuros, torpes; reclutados en una adolescencia turbulenta por seminarios semivacíos; habrán crecido solitos, ignorantes de lo elemental, estudiando mal y poco hasta graduarse sin herramientas para ver por ellos mismos; y menos aún para velar por los demás.
Ninguna escuela profesional opera hoy sin mínimos controles de calidad; aunque la mayor parte de sus egresados no tenga posibilidades de dañar como lo hacen los curas, porque nunca tendrá en sus manos las conciencias, vidas, muertes e hijitos de sus clientes.
Hay que indagar en serio las prácticas de reclutamiento y formación eclesial. Hay que ventilarlas y cambiarlas de una vez y para siempre.
Y con igual o aún mayor rigor deben juzgarse y condenarse las prácticas de encubrimiento, la secrecía, la fraternidad muy mal entendida, la misericordia otorgada con largueza al violador y negada sistemáticamente a los niños y niñas, a los y las adolescentes, y también a las mujeres violadas o seducidas con engaños por clérigos, de las que sabemos bastante poco.
Ahora bien: desde dentro y también desde fuera se han buscado posibles causas a la pederastia de curas católicos: grupos antagónicos han mencionado la homosexualidad y el celibato. Creo que es inútil buscar una causa para algo tan complejo; además, estas dos supuestas causas, fuera de servir a la causa de los homófobos por un lado y de los erotómanos por el otro, no arrojan nada de luz.
Mejor sería aprovechar esta tormenta para revisar a fondo las fobias anacrónicas de una institución de enorme importancia tanto para creyentes como para quienes la miramos desde fuera sabedores de su enorme influencia en nuestro siglo, en todo el orbe.
Se debería evidenciar y abolir la misoginia que sigue marginando a las católicas de su propia institución, y que de manera criminal ha lavado cerebros y atizado conciencias para cambiar la legislación de 18 entidades, condenando a las mujeres a retrocesos en nuestras libertades y derechos. Se deben combatir la ignorancia y los prejuicios sobre la mujer, que exaltan la maternidad y sacralizan la sobrevivencia de los embriones por encima de lo que dicta el sentido común, la historia y la ciencia.
También sería momento de juzgar y abolir la homofobia con su carga de discriminación, marginación y violencia. Y ya puestos a abolir, ¿por qué no terminar con la anacrónica hedonofobia o sea el miedo patológico al placer y al gozo? Esconder las imágenes sangrantes y dejar de exaltar los martirios y las prácticas masoquistas.
Y finalmente, acabar también con la eleuterofobia, el miedo a la libertad; celebrar la diversidad; acabar con el proselitismo irrespetuoso; experimentar con madurez los sobresaltos de la democracia y la pluralidad.
Suena bien, ¿no es así?
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