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Publicado: en
Lado B, 08 de febrero de 2012
Por extrañas coincidencias, en las semanas recientes
he visto más accidentes automovilísticos que nunca: presencié dos, varias veces
pasé frente a autos recién abollados, maltrechos y, hasta destrozados. Vi
ambulancias y heridos, conductores sangrando, conmocionados. En otros casos,
amigos, colegas y estudiantes me narraron sus accidentes: todos urbanos, pero
con hospitalización, y alguno con cirugías serias.
Los números oficiales no avalan mi percepción de que en la ciudad de Puebla
los accidentes y sus víctimas están al alza. Pero ello no me consuela; porque
aunque no fueran más que ayer, los accidentes ocurren; y aunque algunos hayan
sido inevitables, muchos fueron causados por automovilistas que violaron las
leyes y normas de vialidad: decidieron que el semáforo en alto y los límites de
velocidad eran una invitación a acelerar;
no respetaron las reglas de preferencia; no hicieron alto total donde se
requería; no avisaron de sus maniobras, o no permitieron a otro que las
realizara. Por otra parte los peatones
cruzaron a media calle, toreando autos, sin voltear siquiera a ver el semáforo.
Y los conductores de autobuses y combis de pasajeros se corretearon, se
cerraron el paso a la vez que maltrataban a sus pasajeros.
Quizás mi frustración por la cercanía con tantos
accidentados me lleva a exagerar, pero lo que percibo es anarquía vial por parte de conductores y peatones. El
espacio común de los poblanos, nuestras avenidas, calles, privadas y callejones
son el escaparate de cualquier cosa, excepto convivencia y vocación
democrática.
Como en tantos otros ámbitos, detrás del volante nos
ufanamos de actuar al margen o incluso por encima de la ley, en flagrante
contradicción con nuestras opciones democráticas. Sin caer en la cuenta de que
la democracia depende mucho más de nuestra conducta legal que de la perfección
de un sistema para elegir gobernantes;
que requiere mucha más educación pertinente, que derroche partidista y
electoral; y que se lastima mucho más con nuestro desdén cotidiano por la
legalidad y el bien común, que con los deslices bochornosos de nuestros
gobernantes.
Educar en democracia es tarea inaplazable, y es tarea
de todos. Educarnos cada uno a sí mismo, yal mismo tiempo educar a quienes
tenemos a nuestro cuidado, en las escuelas y fuera de ellas. Educarnos, so pena
de sabotear esta democracia nuestra de la que debiéramos estar orgullosos, pero
que en realidad ni siquiera estamos asumiendo como nuestra opción colectiva de
convivencia y nuestra manera de ver la vida
La
democracia es lo que debiera unirnos a los mexicanos; nuestra cosmovisión
común, a diferencia de otras cosmovisiones particulares como el cristianismo,
el marxismo, el islamismo, el materialismo, el budismo y el capitalismo.
Bernardo
Toro, filósofo y educador de nuestro tiempo, escribió: “Si la democracia es una
cosmovisión, o sea una forma de ver el mundo, la comprensión del concepto de la
democracia puede transformar la educación totalmente. Una sociedad que se
decide por la democracia debe preguntarse cómo tiene que concebir su educación,
cómo tiene que diseñar sus escuelas y lo que allí ocurre, qué transformaciones
hay que hacer para formar ciudadanos democráticos y promover formas
democráticas de pensar, sentir y actuar”.
Al educar en la democracia, lo primero que debiéramos
aprender es, precisamente, que la democracia es nuestra decisión; y que las
leyes que nos rigen también son nuestras. Bernardo Toro explica: “Esto
significa que la democracia es el espacio por excelencia de la libertad, puesto
que ésta sólo es posible cuando resulta del mutuo acuerdo de cumplir y respetar
aquello que fue producto de una decisión libre, es decir, de un acuerdo fundado
colectivamente. Por eso la democracia
requiere de la participación de todos los miembros de la sociedad”.
A la vez que aprendemos que la democracia es nuestra
opción y nuestra construcción, sería bueno aprender a valorarla, a disfrutarla,
a celebrarla, y a fortalecerla. Es nuestra: joven, imperfecta y en
construcción. Pero poco se avanzará si la denostamos en vez de arroparla y
ayudarla a crecer entre todos. Por años la deseamos, y ahora que la tenemos
vivimos con la nostalgia de su ausencia, y de un régimen en el que lo normal
era culpar o agradecer a las autoridades por las fallas y aciertos de su
gobierno.
John Dewey, filósofo también, escribió que “Una
democracia es más que una forma de gobierno; es, antes que nada, una manera de
vivir de manera asociada, una experiencia de comunicación conjunta”. Esta sería
la tercera lección indispensable al educar en democracia: informarnos y cuidar
el tema de las comunicaciones para asegurar su transparencia, pluralidad y
accesibilidad.
Y, ya puestos a educarnos en democracia, no estaría
mal aprender las leyes de tránsito y respetarlas. Y exigir a las autoridades
que las hagan cumplir; que eliminen los excesos de velocidad, erradiquen la
anarquía; y acaben con el miedo que nos acompaña cada día que salimos a la
calle.
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