Autor: Mauricio López Figueroa
Publicado:
en Lado , 31 de enero de 2012
Cuando miro la vida alrededor, la forma en como las
personas hemos aprendido a construir nuestra existencia, reconozco la presencia
de un principio vital que inconscientemente nos hace asumir la vida como una
constante, como un plano sobre el cual se debe “rodar” en una sola dirección:
hacia adelante; como un carril sobre el que debemos conducir todos en fila para
que en el momento oportuno, nos integremos a la súper autopista que nos llevará
a cada uno y a toda velocidad a la felicidad o a la prosperidad ansiada, una
felicidad prometida por una sociedad que se organiza a sí misma para que
“todos” lleguen alguna vez.
Por distintos medios y de distintas formas hemos
aprendido que el camino a la plenitud está trazado y lo que se debe hacer es
simplemente “dejar que suceda”. En este sentido, parece que la experiencia del
presente, del estar ahora, se caracteriza por estar haciendo simplemente lo que
toca, lo que se espera; jugar los papeles que corresponden, si somos hombres o
mujeres o estudiantes o padres de familia o empleados, etc. pareciera que
simplemente que debemos cumplir con lo que durante años de introyección social
nos señalaron para que todo funcionara.
La escuela es un ejemplo de todo esto. El punto de
partida de la educación escolar está referido a lo que socialmente se debe
saber y se debe ser (hombre y mujeres “de bien”, ciudadanos “responsables”,
personas productivas, cultos, etc.), la escuela no tiene como fundamento
provocar en los estudiantes, desde niños, la reflexión, la toma de conciencia y
la provocación vital para que planteen un proyecto de vida que parta del
reconocimiento de si mismo y de la apreciación de la dinámica y complejidad de
lo social. Vamos, la escuela no parte de la realidad del proceso de evolución
humana llamada cambio.
La vida es cambio, es un proceso ciertamente
dialéctico, complejo y en desarrollo, pero siempre en evolución. Y no puede ser
de otra manera porque la vida no se orienta a su disolución o destrucción, sino
al equilibrio y la mejora. Este proceso vital nos mete frecuentemente en
problemas, ¿por qué? Porque lo resistimos, lo contenemos, lo negamos; por
nuestras enseñanzas, nuestra perspectiva limitada, nuestro miedo y nuestro
apego a la seguridad. ¿Cómo puede la vida abrirnos a posibilidades si nuestra
educación y nuestra cultura nos condicionan poderosamente a la estabilidad, a
la uniformidad y a la mediocridad?
Hoy más que nunca parece evidente que el cambio se
impone como perspectiva, y ésta lo primero a lo que nos desafía es a cuestionar
y estar abiertos a disolver nuestras ideas y creencias de “lo que debe ser” en
cualquier ámbito de la vida: la familia, el desarrollo personal, el amor, la
sexualidad, la pareja; la justicia, la política, la economía; la moral, la
religión, la espiritualidad; la historia, el futuro… No se trata de cumplir y
de aparentar, sino de ser.
¿Por qué nos cuesta abrirnos y aceptar el cambio
como el pulso de la vida, tanto en lo individual como en lo colectivo? ¿Por qué
nos resistimos tanto? Para muchos psicólogos y maestros espirituales la respuesta
está en el ego: la imagen e identidad construida con las ideas y experiencias
del pasado que nos dice quiénes somos y, por ende, cómo debemos ser. No se va a
realizar aquí un tratado sobre semejante concepto, muy estudiado desde la
Psicología de distintas corrientes, el cual es complejo tanto en su génesis
como en su dinámica, podemos afirmar sin embargo que en lo general hay un
consenso sobre su naturaleza: una identidad que funciona como referencia para
estar, experimentar y actuar en el mundo.
La pertinencia de este concepto en nuestra
reflexión sobre el cambio radica en que es nuestra primera fuente de
resistencia. Frente a los procesos y situaciones de la vida nuestra primera
fuente de datos para juzgar y generar una postura viene de esta mente egóica,
pero esta mente se ha constituido a sí misma con datos del pasado: experiencias
y aprendizajes que en su momento fueron juzgados e integrados a nuestra
estructura moral que subyace a nuestra perspectiva de vida y que es
inconsciente. Cuando enfrentamos nuevos retos o situaciones de cambio en
cualquier aspecto de nuestra vida que no coinciden con nuestros esquemas
solemos criticarlos o desecharlos, pero a veces resulta que lo anterior no es
posible, porque existen cambios que se imponen a sí mismo cuando la vida
encuentra desequilibrios muy agudos. Dos ejemplos: en el nivel global es
evidente la inviabilidad de nuestro modelo de desarrollo, el cual tiene décadas
mostrando signos de desequilibrio que se están volviendo insoslayables e
insostenibles; otro ejemplo es una relación de pareja tramada por la posesión y
el dominio porque la mujer “debe” someterse al marido, relación que cuestionado
profundamente la noción de pareja y matrimonio, y su viabilidad en la sociedad
actual.
Vivir desde el pasado provoca que en el presente se
re-actúe ese pasado, reaccionemos; estar en el presente en una actitud abierta,
inteligente y crítica frente a nuestras ideas y creencias profundas provoca que
en el presente se re-cree el futuro, actuemos. La invitación entonces es asumir
el cambio individual y colectivo sin miedo, de manera que la vida sea nuestra
creación más elevada. Cambiar cuando todo cambia.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario