martes, febrero 07, 2012

Cambiar cuando todo cambia


Autor: Mauricio López Figueroa
Publicado: en Lado , 31 de enero de 2012 

     Cuando miro la vida alrededor, la forma en como las personas hemos aprendido a construir nuestra existencia, reconozco la presencia de un principio vital que inconscientemente nos hace asumir la vida como una constante, como un plano sobre el cual se debe “rodar” en una sola dirección: hacia adelante; como un carril sobre el que debemos conducir todos en fila para que en el momento oportuno, nos integremos a la súper autopista que nos llevará a cada uno y a toda velocidad a la felicidad o a la prosperidad ansiada, una felicidad prometida por una sociedad que se organiza a sí misma para que “todos” lleguen alguna vez.
     Por distintos medios y de distintas formas hemos aprendido que el camino a la plenitud está trazado y lo que se debe hacer es simplemente “dejar que suceda”. En este sentido, parece que la experiencia del presente, del estar ahora, se caracteriza por estar haciendo simplemente lo que toca, lo que se espera; jugar los papeles que corresponden, si somos hombres o mujeres o estudiantes o padres de familia o empleados, etc. pareciera que simplemente que debemos cumplir con lo que durante años de introyección social nos señalaron para que todo funcionara.
     La escuela es un ejemplo de todo esto. El punto de partida de la educación escolar está referido a lo que socialmente se debe saber y se debe ser (hombre y mujeres “de bien”, ciudadanos “responsables”, personas productivas, cultos, etc.), la escuela no tiene como fundamento provocar en los estudiantes, desde niños, la reflexión, la toma de conciencia y la provocación vital para que planteen un proyecto de vida que parta del reconocimiento de si mismo y de la apreciación de la dinámica y complejidad de lo social. Vamos, la escuela no parte de la realidad del proceso de evolución humana llamada cambio.
     La vida es cambio, es un proceso ciertamente dialéctico, complejo y en desarrollo, pero siempre en evolución. Y no puede ser de otra manera porque la vida no se orienta a su disolución o destrucción, sino al equilibrio y la mejora. Este proceso vital nos mete frecuentemente en problemas, ¿por qué? Porque lo resistimos, lo contenemos, lo negamos; por nuestras enseñanzas, nuestra perspectiva limitada, nuestro miedo y nuestro apego a la seguridad. ¿Cómo puede la vida abrirnos a posibilidades si nuestra educación y nuestra cultura nos condicionan poderosamente a la estabilidad, a la uniformidad y a la mediocridad?
     Hoy más que nunca parece evidente que el cambio se impone como perspectiva, y ésta lo primero a lo que nos desafía es a cuestionar y estar abiertos a disolver nuestras ideas y creencias de “lo que debe ser” en cualquier ámbito de la vida: la familia, el desarrollo personal, el amor, la sexualidad, la pareja; la justicia, la política, la economía; la moral, la religión, la espiritualidad; la historia, el futuro… No se trata de cumplir y de aparentar, sino de ser.
     ¿Por qué nos cuesta abrirnos y aceptar el cambio como el pulso de la vida, tanto en lo individual como en lo colectivo? ¿Por qué nos resistimos tanto? Para muchos psicólogos y maestros espirituales la respuesta está en el ego: la imagen e identidad construida con las ideas y experiencias del pasado que nos dice quiénes somos y, por ende, cómo debemos ser. No se va a realizar aquí un tratado sobre semejante concepto, muy estudiado desde la Psicología de distintas corrientes, el cual es complejo tanto en su génesis como en su dinámica, podemos afirmar sin embargo que en lo general hay un consenso sobre su naturaleza: una identidad que funciona como referencia para estar, experimentar y actuar en el mundo.
     La pertinencia de este concepto en nuestra reflexión sobre el cambio radica en que es nuestra primera fuente de resistencia. Frente a los procesos y situaciones de la vida nuestra primera fuente de datos para juzgar y generar una postura viene de esta mente egóica, pero esta mente se ha constituido a sí misma con datos del pasado: experiencias y aprendizajes que en su momento fueron juzgados e integrados a nuestra estructura moral que subyace a nuestra perspectiva de vida y que es inconsciente. Cuando enfrentamos nuevos retos o situaciones de cambio en cualquier aspecto de nuestra vida que no coinciden con nuestros esquemas solemos criticarlos o desecharlos, pero a veces resulta que lo anterior no es posible, porque existen cambios que se imponen a sí mismo cuando la vida encuentra desequilibrios muy agudos. Dos ejemplos: en el nivel global es evidente la inviabilidad de nuestro modelo de desarrollo, el cual tiene décadas mostrando signos de desequilibrio que se están volviendo insoslayables e insostenibles; otro ejemplo es una relación de pareja tramada por la posesión y el dominio porque la mujer “debe” someterse al marido, relación que cuestionado profundamente la noción de pareja y matrimonio, y su viabilidad en la sociedad actual.
Vivir desde el pasado provoca que en el presente se re-actúe ese pasado, reaccionemos; estar en el presente en una actitud abierta, inteligente y crítica frente a nuestras ideas y creencias profundas provoca que en el presente se re-cree el futuro, actuemos. La invitación entonces es asumir el cambio individual y colectivo sin miedo, de manera que la vida sea nuestra creación más elevada. Cambiar cuando todo cambia.


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