jueves, febrero 18, 2010

La tolerancia y la autonomía tan necesitadas

Autor: José Rafael de Regil Vélez
Publicación: La primera de Puebla, 9 de febrero de 2010


El fin del año 2009 nos saludó con un par de noticias que han sacudido las conciencias, los usos y costumbres de muchas y muchos en este país: que en el Distrito Federal las uniones entre personas del mismo sexo ya pueden tener legalmente el carácter de matrimonios y no meras sociedades de convivencia y que las parejas resultantes de ellas pueden adoptar. De entonces a la fecha se han levantado muchas voces.

Hay quienes desde ciertas posturas filosóficas y teológicas han dicho que la legislación aprobada en la capital del país no tiene sentido, que contraviene la ley divina, que atenta contra las buenas costumbres, contra la moral; que sólo refleja los intereses de los pequeños grupúsculos de la izquierda, que quiere trastocar una de las más sagradas instituciones de nuestra sociedad: la familia.

Hay quienes, a su vez, señalan que ante la gran liberalidad de los legisladores de la “gran ciudad no debe cejarse ante el peligro de retornar a tiempos oscuros, pre-laicos, cuando la religión dominaba cultura, política y sociedad; que no se debe permitir la invasión del clero político en terrenos de la máxima autodeterminación ciudadana.

La lluvia de acusaciones mutuas ha sido grande y ocupado mucha tinta en papel y kilobytes en el ciberespacio. De su revisión uno obtiene la sensación de que no hay punto de diálogo, de entendimiento. En nombre de la democracia ambas facciones dejan fuera a todo aquel o aquella que no piense como ellos.

Esta situación llama la atención sobre dos temas que son hoy de suma importancia para que juntos podamos encontrar opciones que conduzcan a verdaderas condiciones de vida digna para nuestros conciudadanos: la tolerancia y la educación para la autonomía.

Tan peligrosa es una derecha intolerante como una izquierda del mismo cuño. En ambos casos los argumentos son lo de menos -aun cuando los viertan generosamente en cuanto espacio público encuentren- pues de lo que se trata es de descalificar al otro, de imponer el propio punto de vista y lo paradójico es que es realizado en nombre de los otros, utilizando abstracciones como “el pueblo”, “la mayoría”, contra otras abstracciones como “las fuerzas oscuras”, “los emisarios del pasado”… palabras sin significante concreto que sirven para justificar cualquier cosa dicha.

La intolerancia es signo de suficiente inmadurez humana. Hace años en una conferencia dada en Madrid Fernando Savater llamaba la atención de su público sobre la tarea de la educación, señalando que una de sus tareas era permitir a la gente potenciar la razón y parte de ello era favorecer que las personas, al tiempo que podían argumentar sus puntos de vista, podían escuchar los de los demás y dejarse converse por ellos cuando fuesen racionales. En el dogmatismo intolerante esto simplemente no existe. Urge que familias, escuelas y demás instituciones educativas favorezcan el diálogo, la capacidad de dar razón de lo que se dice para buscar lo que con los demás sí se puede hacer en pos de la dignidad humana. Formación académica seria para pensar y no sólo para repetir información.

Por otra parte, me parece que hoy más que nunca es importante educar para la autonomía, que si es tal promueve la interdependencia.

Con frecuencia vemos a los ministros de culto preocupadísimos por señalar cómo tienen que pensar y actuar todas las personas, en nombre de su ministerio magisterial. Diera la impresión de que su punto de vista es que nadie –excepto ellos, por iluminación sacramental, quizás- entendiera nada de nada. Se oponen a los marcos legales que abren posibilidades que a ellos les parece que no debieran existir.

Ante el aborto, por ejemplo, exigen aparatos jurídicos que lo impidan, no sea que la gente se vuelva permisiva, pues por sí misma y dejada a su espontaneidad saldría corriendo a hacer actos del todo reprobables.

Si una persona ha entendido claramente el sentido de la defensa de una vida humana, ha hecho suyas estas razones hasta volverlas parte integrante de su aparato de convicciones y ha educado su voluntad para ser coherente en las acciones de su vida cotidiana entre lo que piensa y hace, seguramente aun cuando la ley le permitiera abortar no lo haría si no fuera algo ético para él o ella.

Una persona autónoma puede vivir sus convicciones incluso en un ambiente adverso y sin necesidad de la coerción de la ley. No es necesario imponer normas a todo mundo en una sociedad plural si las familias, las iglesias y escuelas hacen su labor pedagógica y promueven la autonomía, hecha de razonabilidad y fuerza de voluntad.

No es lanzando anatemas como se solucionan las divergencias que nos plantean los problemas éticos de cada época, sino con una formación plural, incluyente que eduque personas muy conscientes de sus propias opiniones y juicios de verdad y que estén en condiciones de escuchar y respetar las de los demás que no son como las suyas (pensar que esto no es así es vivir fuera de este mundo). Hoy requerimos personas autónomas y pueden aprender a serlo tanto en espacios escolares como en los no formales.

En encontrar métodos para esta educación hay mejor apuesta que en anatemizar, desacreditar y confrontar en diálogos de sordos a todo aquel que no piensa y actúa como uno.

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