Autor: José Rafael de Regil Vélez
Publicación: Síntesis Tlaxcala, 25 de febrero de 2010
La reciente reforma del artículo 40 constitucional, el cual ha definido al Estado mexicano como laico, ha suscitado un gran debate y vale la pena sumarse a él porque tiene implicaciones en nuestra vida diaria.
México ha sido concebido como país laico desde el siglo XIX. La razón no es fortuita. Una mirada al pasado nos puede ayudar un poco: nacimos como un país totalmente influido por una visión religiosa detentada por una élite política y clerical. No fue sino hasta el tiempo de Gómez Farías cuando apareció con todas las credenciales y concepto propio de la modernidad: la laicidad.
La modernidad occidental surgió de ideales emancipadores con la intuición de que era posible crear un mundo que respondiera a sus propias leyes, y en el cual la sociedad no fuera más producto del designio divino (en ninguna de sus acepciones) sino de la construcción de los ciudadanos.
En la ciencia, dejada la tutela de la teología y la filosofía, poco a poco fueron formuladas explicaciones de lo real que permitieron no sólo entender los fenómenos, sino anticiparse a ellos para producir beneficios como las vacunas, la asepsia y antisepsia. El conocimiento secularizado permitió que la responsabilidad de las cosas esté en manos de los seres humanos y no de dios alguno.
En la política las cosas tomaron el mismo rumbo. La ciudad —la polis— debería ser producto ya no de inspiraciones sacras sino de la construcción de los ciudadanos. Pero los dogmatismos religiosos complicaron las cosas.
Henri Pena-Ruiz en su texto Laicidad llama la atención: “Hay hombres que creen en un Dios. Otros, en varios. Otros, en fin, son ateos. Sin embargo, todos han de convivir” y ello supone que lo que tiene que ver con el poder público no puede ser de unos ni de otros, sino de todos, por ello en lo político y lo social “el objetivo de aquello que pueda unir a los hombres más allá de su diferenciación espiritual conduce a excluir a priori todo tipo de privilegio y anticipa así la violencia que podría resultar de ello […] ¿Cómo vivir las diferencias sin renunciar a compartir las referencias comunes?”
La laicidad es una llamada a vivir a partir de la conciencia de ser ciudadanos: mujeres y hombres que porque tienen responsabilidad sobre lo que les pasa o debería pasar, tienen derecho a participar en la solución de sus problemas. Para ello es necesario tratar de entender lo que nos puede unir a todos para resolver la existencia cotidiana, impidiendo que credos religiosos e ideologías filosóficas se vuelvan impedimento para la tarea común de crear un mundo en el que se pueda vivir con la dignidad de ser personas.
El ideal laico es poner la responsabilidad de la polis en los ciudadanos, quienes en la razonabilidad de sus convicciones personales están llamados al pluralismo y la tolerancia.
Laicidad es asumir la responsabilidad de que las propias visiones del mundo pueden sumar en un esfuerzo compartido y no ser factor que resta, como sucede cuando en nombre de una sola idea mujeres y hombres son sacrificados. La propia historia nos lo recuerda cuando volteamos a ver los genocidios realizados en nombre de los dioses o las ideas.
En la segunda mitad del siglo XIX este ideal comenzó a permear la visión política de nuestro país, devastado por guerras ideológico-religiosas. En el siglo XXI nos ha sido posible formularlo jurídicamente en el artículo 40 de nuestra Carta Magna, pero queda aún la tarea de convertirlo en praxis de ciudadanía, porque tenemos muchos asuntos por resolver y hay que hacerlo encontrando lo que nos une, antes que lo que nos separa.
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