Publicado: Síntesis Tlaxcala, 10 de noviembre de 2011.
En un viaje reciente tuve que
tomar la carretera de cuota que baja de Cuernavaca a Oaxtepec. Hay un momento
en el cual la vía se vuelve de sólo dos carriles durante muy sinuoso un tramo
de 26 kilómetros. Era un fin de semana y había mucho tránsito.
Desde el comienzo del trecho se
formó una hilera de al menos 15 vehículos, uno de los cuales comenzó la labor
sumamente peligrosa de rebasarnos uno por uno.
Entre curva y curva y apenas los automóviles que venían en contraflujo
dejaban un pequeño espacio se aventuraba a adelantar de posición. No fueron
menos de cinco ocasiones en las cuales alguien tuvo que frenar bruscamente para
que el imprudente chofer pudiera meterse de nuevo a la fila, en tanto que en la
contravía tuvieron que salirse ligeramente de la carretera.
La tortura se prolongó por todo
el largo de la autopista. Yo me quedé intrigado por el comportamiento del
sujeto que nos colocó a todos tontamente en un peligro innecesario.
Una posibilidad, por supuesto,
era que tuviese algún tipo de emergencia, pero deseché la idea porque pasamos
dos casetas, un servicio médico y no se detuvo para hacerse ayudar.
Otra, que la prisa se debía a
algún retardo, con la consecuente frustración y las ganas de reponer el tiempo
perdido a cualquier precio.
Una más es que la persona
viajara muy enojada y la ira la llevara a actuar con los sentimientos y la
razón puestas en cualquier parte, menos en la realidad en la que se encontraba.
Se me ocurre algo más: que el
conductor hubiese transferido su autoestima al motor, la carrocería, la
potencia de su automóvil y ello le llevase a suponer que cada coche que
aventajara sería un objeto que le recordara la magnificencia adquirida tras un
volante. Una estructura personal débil, muy posiblemente mal alimentada en el
seno familiar en el cual se le haya vendido la idea de que el carro de lujo,
los lugares del estilo le mostrarían una imagen de su yo engrandecido… pero
nadie la habría dicho que irreal.
En estos casos el manejo
inadecuado de sentimientos lleva a que todos los demás –y todo lo demás-
desaparezcan para que sólo quede la frustración, la impotencia, la revancha o
la ira y que lo que puede ser un noble instrumento para la transportación
termine convirtiéndose en una contundente arma homicida y muy posiblemente
suicida.
Creo que algo de lo que me
preocupa es que no siempre nos damos cuenta de que la ciudadanía hoy por hoy
implica necesariamente la civilidad vial y ésta la educación para el manejo de los
sentimientos. Usar un vehículo para trasladarse tiene implicaciones para uno
mismo y para los demás. Somos una nación que pierde millones y millones de
pesos en alcances automovilísticos que arrojan pérdidas materiales,
incapacidades médicas y defunciones.
La formación ciudadana
atraviesa por la educación de los sentimientos y la formación de una adecuada
autoestima sin las cuales será cotidiano que haya alguien procurando a sí mismo
y a los demás muchos, muchos kilómetros de peligro tonto e innecesario.
Las escuelas que basan sus
acreditaciones sólo en las calificaciones descuidan, casi siempre, la educación
de los sentires y de las actitudes y no hay quien les pida cuentas, porque
sigue siendo más importante un diez que la formación concreta para ser personas
capaces en el mundo.
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