Autora: Celine Armenta, datos del autor haz klic aquí
Publicado: e-consulta, 08 de noviembre de
2011.
La familiaridad excesiva
suele tener malas consecuencias. León Felipe, el poeta, prevenía contra
algunas de ellas: “Que no se acostumbre el pie/a pisar el mismo suelo,/ ni el
tablado de la farsa,/ ni la losa de los templos,/para que nunca recemos/ como
el sacristán los rezos,/ ni como el cómico viejo/ digamos los versos/… - No
sabiendo los oficios/los haremos con respeto-./ Para enterrar a los muertos/
como debemos/ cualquiera sirve, cualquiera.../ menos un sepulturero”.
Por su
parte, el paleontólogo más popular de fines del siglo pasado, Stephen Jay Gould, recordaba que,
según Esopo, entre los riesgos de la
familiaridad está el desprecio y, según el humorista Mark
Twain, la consecuencia más grave son los
chamaquitos, o sea la prole.
Gould destaca
un discurso que Shakespeare pone en boca de Polonio, quien aconseja a Laertes que
busque amigos seguros y fieles; y tras hallarlos “los agarre a su alma con
anillas de acero”. El problema es que estas anillas no se sueltan fácilmente; y
esto es precisamente lo que sucede, según el mismo Gould, con lo cómodamente
familiar: nos atenaza el alma y se convierte en prisión del pensamiento.
La
familiaridad cancela el asombro y cría aburrimiento. Los grilletes de la
familiaridad cancelan también el pensamiento crítico, el escepticismo y la
creatividad. La cómoda familiaridad pasma, inmoviliza; limita nuestra percepción
a lo que miramos desde nuestra vieja poltrona sin voltear siquiera la cabeza.
Y le damos carácter de verdad a eso
poquito que vemos día tras día; idéntico a lo que nos dijeron los mayores, a lo
que fue útil en otras épocas.
Ingersoll,
gran agnóstico del siglo diecinueve, advirtió que a medida que los pueblos
crecen en inteligencia valoran menos a los predicadores, y más a los profesores.
Quienes tranquilizan o adormecen conciencias aduciendo que poseen la verdad, resultan obsoletos, ingenuos e irrisorios en
tiempos de inteligencia. En cambio, los exploradores de brechas en las selvas
de lo desconocido, los formadores de criterio y promotores de la curiosidad, se
vuelven imprescindibles. En consecuencia, los pueblos y las personas
inteligentes valoran menos y menos los libros de autoayuda con sus recetas para
la felicidad y en cambio disfrutan la incomodidad que nace de la literatura
audaz y los libros de divulgación científica.
Lo
cierto es que, entre la falta de profesores y el exceso de predicadores; las
anillas de acero con que se agarran al alma las ideas anacrónicas e
inoperantes; y la insensibilidad nacida de la familiaridad, nos movemos en
zonas de percepción tan increíblemente cómodas como estrechas e inútiles para siquiera
apreciar la magnitud de los problemas que nos incumben.
Esta conjunción
de sinsentidos son mi única explicación para que, teniendo como marco el nacimiento del coetáneo número siete mil
millones y los dramas sociales y naturales que apiñan cadáveres en nuestras
pantallas, alguien proponga en Puebla cambiar las penas corporales dispuestas hoy
para las mujeres que interrumpan su embarazo, por la aún más inexpugnable
cárcel del diagnóstico dizque científico. Proponen pasar a estas mujeres, de
criminales, a enfermas psiquiátricas: discapacitadas mentales o dementes. Y hacerlas
pagar una multa considerable, lo cual es aberrante. ¿Multan a la paciente o la
curan?
Y las
fracciones parlamentarias, en vez de ponerse a derogar la aberrante ley
Bailleres, discuten si apoyan o critican la propuesta.
¿De veras no se dan cuenta de que estamos en el siglo veintiuno? ¿No han
abierto los ojos para descubrir que hay mucho conocimiento, sólido y
comprobable, para sustituir la creencia cómoda, por vieja y familiar, de que
los cigotos tienen derechos iguales a los de la mujer gestante? ¿No han visto
la diversidad? ¿No han sido alfabetizados en laicismo y pluralidad?
Parece
que no sienten el cataclismo intelectual creado y sostenido por el feminismo; y
que reprobaron las clases de biología, de filosofía, de razonamiento lógico; y
hasta las de sentido común. Y que además no ven lo que sus ojos les dicen, lo
que sus oídos les gritan, lo que les golpea la experiencia cotidiana. Solo ven
lo que creen.
Necesitamos
profesores, no más predicadores, para ayudarnos a romper nuestra zona de
comodidad y entender nuestro mundo. Los necesitamos en las escuelas y en los
medios; y los necesitan desesperadamente los gobernantes, los legisladores, los
jueces.
¡Profesores
del mundo, uníos! Y que las señoras y señores predicadores se tomen un
descanso, por los siglos de los siglos; amén.
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