Publicado: 27 de septiembre de 2010
Hay dos maneras de mirar la historia: como acumulamiento de una serie de datos que pueden ser usados en las conversaciones sociales para mostrar cultura general o como la posibilidad de ver al pasado, escudriñar en los acontecimientos lo que pudo motivar a las personas que nos precedieron para acometer alguna empresa, empatizar con sus intuiciones y a partir de ello dar luz a lo que nosotros mismos hacemos, soñamos, emprendemos de cara al futuro que nos imaginamos más humano y humanizante.
La semana pasada, el 22 de septiembre, fue celebrado el centenario de la fundación de la Universidad Nacional Autónoma de México.
En 1910 Justo Sierra Méndez, a la sazón ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes de Porfirio Díaz, vio cristalizar un proyecto que acuñó siendo diputado en 1881: la fundación de una Universidad para el país.
En la iniciativa que presentó a los diputados apuntaba a la creación de una institución de educación superior que con un carácter laico y no confesional promoviera el saber mediante el método científico.
La idea era dotar al país de una institución del más alto nivel en la cual se acuñaran las ideas, explicaciones e innovaciones tecnológicas que impulsaran su desarrollo más allá de los vaivenes políticos.
La Universidad, así, cumpliría con su vocación ya casi milenaria: reflexionar críticamente la cultura, producir conocimiento y formar las personas que con ese patrimonio de criticidad y saber pudiesen participar activa y propositivamente en las diferentes esferas del actuar social.
Hoy los tiempos son otros. Muchas personas ven a esta institución como la capacitadora que forma los empleados que las empresas necesitan. Su misión pareciera ser la del adiestramiento en distintas profesiones y disciplinas para la competitividad productiva.
Pululan instituciones que dan clases y otorgan títulos y cuyos profesores no han hecho mayor investigación que la de sus tesis de licenciatura y con suerte de maestría y que carecen de producción escrita de difusión de sus áreas.
En no pocos casos los docentes universitarios son consumidores de textos que recitan a sus alumnos, o transmisores del “know how” de una disciplina, sin mayor producción teórica y mucho menos contextualización social y política. Las instituciones de educación superior no son “conciencia de la sociedad” ni motor de innovación y cambio.
El centenario universitario es una buena ocasión para repensar a la luz de la historia la misión de las actuales instituciones de educación superior.
La Universidad es la casa de la criticidad. Antes que ofrecer grados académicos, es su misión revisar críticamente la cultura, la sociedad, la política. Atisbar qué hay en ellas que haga posible la dignidad humana y qué se constituye un obstáculo para lograrlo. A partir de esto traza sus líneas de investigación, diseña los planes de estudios que permitan que los profesionistas e intelectuales del futuro puedan inquirir el sentido de la realidad, desentrañar sus posibilidades y conservar sus logros.
La criticidad significa el cultivo del pensamiento profundo que sólo la filosofía y las humanidades pueden procurar; también de la investigación social para la mejor comprensión de las condiciones en las cuales hay que construir el país, sumarse a la participación cívica y reconstruir la identidad nacional en el mundo de hoy sin ingenuidades ni dogmatismos.
La vocación crítica universitaria está incompleta sin aquella a la creatividad. Mediante la investigación seria, situada, oportuna, la universidad puede generar explicaciones de todo tipo de fenómenos y entonces promover soluciones a problemáticas de índole tecnológica, educativa, económica, social, política.
Crítica y creativa la universidad es la casa de la libertad. Con libertad de cátedra, con libertad de pensamiento y opinión fomenta la formación de mujeres y hombres libres: capaces de pensamiento autónomo, de revisión de los propios sistemas de valores a partir de los cuales tomen las decisiones pertinentes para una sociedad cuyo modelo está en entredicho porque genera vulnerabilidad y exclusión.
Este llamado a la libertad existe desde que en los siglos XII y XIII nacieron las grandes universidades europeas intentando estar más allá del poder de los príncipes y los jerarcas religiosos, pues sólo así podrían cultivar el saber sin ser esclavos de los intereses políticos y dogmáticos del momento y actualmente de los económicos.
La vinculación social, con la difusión del saber que generan las instituciones de educación superior es la consecuencia lógica del actuar universitario. Nacida en el seno de la sociedad es ésta la beneficiaria, el cliente real de sus esfuerzos. Los productos de investigación, las acciones de servicio social, los saberes construidos tienen en el beneficio de los grupos sociales, especialmente los más vulnerables, la meta clara a la cual llegar, y no lo que el empresario exige. Es un actor social relevante.
Mirada a la luz de su historia, la misión de la Universidad está más allá de la capacitación laboral. Se sitúa en el corazón mismo de la cultura y la sociedad de las cuales nace y a las cuales retorna en forma de criticidad, creatividad, solidaridad, libertad concretados en forma de libros, de cursos, y también de egresados de sus aulas, mujeres y hombres realmente capaces para los demás; competentes para dejar este mundo un poco mejor que como lo han encontrado, no sólo como titulados capacitados para realizar una actividad específica pero sin contexto ni potencial transformador. El propósito original de las universidades es un llamado que sigue vigente.
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