Publicado: El Columnista, 17 de noviembre de 2010
El frío cala; se siente en la calle y en las casas. El termómetro desciende a su punto más bajo poco antes de salir el sol, coincidiendo con la entrada a clases de cientos de miles de adolescentes.
Por eso ahora, como cada año, periódicos y noticieros discuten el horario escolar de invierno. En un tironeo al que ya estamos habituados, los medios y las autoridades exigen y niegan, respectivamente, adelantar el horario invernal. Los medios dicen que hace un frío inusitado, presentan cifras y aducen que la ciudadanía teme por la salud de sus retoños; las autoridades señalan que hay una fecha programada, y que es posible aguantar un poco antes de quitar a los niños tiempo de clase. Porque el horario invernal consiste precisamente en eso: quienes asisten al turno matutino entran media hora más tarde, en tanto que los jóvenes del turno vespertino salen media hora antes.
Es verdad: el frío cala hasta los huesos. Pero, ¿esta medida ayuda a todos? ¿Ayuda siquiera a algunos? Posiblemente no beneficie sino a unos cuantos; porque muchos, muchísimos, simplemente no pueden cambiar. Papás y mamás no cuentan con el privilegio de poder perder media hora de trabajo; y los niños, en consecuencia, deben salir de casa a la hora de siempre, y esperar a que las escuelas puedan atenderlos. Por tanto, más bien perjudica a muchos niños.
Además, perder media hora de clase no beneficia a nadie. Aunque sufrir los fríos que azotan nuestra región perjudica, y bastante, a nuestros sufridos escolares.
La medida emergente es necesaria, pero no soluciona ni una gota del mar de sinrazones en que parecen naufragar especialmente los adolescentes. Para cuando empieza el horario de invierno, los jovencitos de secundarias matutinas han pasado varios días, quizás semanas, sufriendo temperaturas que el cuerpo percibe como bajo cero. Los jóvenes del turno vespertino, por su parte, deben salir de la escuela totalmente a oscuras, y tendrán media hora menos de clase, en su ya de por sí condensado horario.
El frío fisico y el horario escolar de invierno serían temas marginales, si no fuera porque descubren una verdad mucho más preocupante: que la educación en su conjunto está plagada de prácticas, decisiones y legislaciones escasamente centradas en el estudiante; y en ocasiones hasta contrarias a quienes se supone que deben servir.
El problema no es privativo de nuestro país, aunque lo nuestro es grave. Aquí, particularmente en la secundaria, el estudiante con su biología y psicología, su geografía y su historia, su motivación y sus posibilidades reales de aprender no son el punto de partida de la educación.
Veamos algunos ejemplos: ¿El adolescente necesita el periodo vacacional largo a mitad de verano? ¿Dónde, por qué, para qué? El joven inicia cada grado sin muchas de las competencias que el docente y el propio estudiante creían ya desarrolladas. Casi dos meses de vagancia suelen bastar para desbaratar el trabajo de meses previos. ¿Y qué sucede en esas semanas de vacaciones, si mamá y papá trabajan de tiempo completo? El lector quizás lo ha sufrido en carne propia.
¿El adolescente en pleno crecimiento se beneficia de entrar a clase a las siete de la mañana? Quizás en Izúcar y Acatlán; pero no en Puebla de Zaragoza, ni menos en Zaragoza, Puebla Las investigaciones en contra de esta práctica son apabullantes. ¿Se trata de forjar el carácter de los adolescentes? Es la única defensa posible para algo que quizás, alguna vez, tuvo sentido, pero hoy es sólo una costumbre que no puede tratar de legitimarse como estrategia intencional e incuestionable.
Si se reconociera que los madrugones sólo sirven para forjar el carácter, se ganaría en honestidad. Pero en vez de ello la inercia, y la pereza para crear alternativas, se disfrazan de falsas razones, como que los estudiantes están más lúcidos y aprenden mejor tempranito. Este mito autoriza a quienes elaboran los horarios escolares, a colocar las asignaturas que requieren mayor esfuerzo y atención, precisamente a esa hora.
¡Por supuesto que es más cómodo enseñar álgebra y física a las siete de la mañana! Los estudiantes no están ni la mitad de alertas de lo que están dos horas más tarde. Y por supuesto que no es "cómodo" dar clases a jovencitos inquietos. Pero estar inquieto es signo de vitalidad; los adolescentes vivarachos están despiertos y alertas; tal como se debe estar para aprender. El reto del profesor es encauzar la energía juvenil, no predicar a un salón de somnolientos y sonámbulos.
La fragmentación del horario escolar tampoco está pensada en función del estudiante. Los temas se tratan superficialmente; no se relacionan; y, aunque no se pretenda, se termina por memorizar solamente; ¿qué más puede lograrse con tan pocos periodos y tan breves? Manejar tal complejidad es desquiciante. ¿Qué adulto toleraría tener ocho, diez o doce jefes distintos? Cada uno con demandas y exigencias diferentes. Eso es lo que debe enfrentar cada semana la joven de catorce años en su escuela secundaria.
Por eso ahora, como cada año, periódicos y noticieros discuten el horario escolar de invierno. En un tironeo al que ya estamos habituados, los medios y las autoridades exigen y niegan, respectivamente, adelantar el horario invernal. Los medios dicen que hace un frío inusitado, presentan cifras y aducen que la ciudadanía teme por la salud de sus retoños; las autoridades señalan que hay una fecha programada, y que es posible aguantar un poco antes de quitar a los niños tiempo de clase. Porque el horario invernal consiste precisamente en eso: quienes asisten al turno matutino entran media hora más tarde, en tanto que los jóvenes del turno vespertino salen media hora antes.
Es verdad: el frío cala hasta los huesos. Pero, ¿esta medida ayuda a todos? ¿Ayuda siquiera a algunos? Posiblemente no beneficie sino a unos cuantos; porque muchos, muchísimos, simplemente no pueden cambiar. Papás y mamás no cuentan con el privilegio de poder perder media hora de trabajo; y los niños, en consecuencia, deben salir de casa a la hora de siempre, y esperar a que las escuelas puedan atenderlos. Por tanto, más bien perjudica a muchos niños.
Además, perder media hora de clase no beneficia a nadie. Aunque sufrir los fríos que azotan nuestra región perjudica, y bastante, a nuestros sufridos escolares.
La medida emergente es necesaria, pero no soluciona ni una gota del mar de sinrazones en que parecen naufragar especialmente los adolescentes. Para cuando empieza el horario de invierno, los jovencitos de secundarias matutinas han pasado varios días, quizás semanas, sufriendo temperaturas que el cuerpo percibe como bajo cero. Los jóvenes del turno vespertino, por su parte, deben salir de la escuela totalmente a oscuras, y tendrán media hora menos de clase, en su ya de por sí condensado horario.
El frío fisico y el horario escolar de invierno serían temas marginales, si no fuera porque descubren una verdad mucho más preocupante: que la educación en su conjunto está plagada de prácticas, decisiones y legislaciones escasamente centradas en el estudiante; y en ocasiones hasta contrarias a quienes se supone que deben servir.
El problema no es privativo de nuestro país, aunque lo nuestro es grave. Aquí, particularmente en la secundaria, el estudiante con su biología y psicología, su geografía y su historia, su motivación y sus posibilidades reales de aprender no son el punto de partida de la educación.
Veamos algunos ejemplos: ¿El adolescente necesita el periodo vacacional largo a mitad de verano? ¿Dónde, por qué, para qué? El joven inicia cada grado sin muchas de las competencias que el docente y el propio estudiante creían ya desarrolladas. Casi dos meses de vagancia suelen bastar para desbaratar el trabajo de meses previos. ¿Y qué sucede en esas semanas de vacaciones, si mamá y papá trabajan de tiempo completo? El lector quizás lo ha sufrido en carne propia.
¿El adolescente en pleno crecimiento se beneficia de entrar a clase a las siete de la mañana? Quizás en Izúcar y Acatlán; pero no en Puebla de Zaragoza, ni menos en Zaragoza, Puebla Las investigaciones en contra de esta práctica son apabullantes. ¿Se trata de forjar el carácter de los adolescentes? Es la única defensa posible para algo que quizás, alguna vez, tuvo sentido, pero hoy es sólo una costumbre que no puede tratar de legitimarse como estrategia intencional e incuestionable.
Si se reconociera que los madrugones sólo sirven para forjar el carácter, se ganaría en honestidad. Pero en vez de ello la inercia, y la pereza para crear alternativas, se disfrazan de falsas razones, como que los estudiantes están más lúcidos y aprenden mejor tempranito. Este mito autoriza a quienes elaboran los horarios escolares, a colocar las asignaturas que requieren mayor esfuerzo y atención, precisamente a esa hora.
¡Por supuesto que es más cómodo enseñar álgebra y física a las siete de la mañana! Los estudiantes no están ni la mitad de alertas de lo que están dos horas más tarde. Y por supuesto que no es "cómodo" dar clases a jovencitos inquietos. Pero estar inquieto es signo de vitalidad; los adolescentes vivarachos están despiertos y alertas; tal como se debe estar para aprender. El reto del profesor es encauzar la energía juvenil, no predicar a un salón de somnolientos y sonámbulos.
La fragmentación del horario escolar tampoco está pensada en función del estudiante. Los temas se tratan superficialmente; no se relacionan; y, aunque no se pretenda, se termina por memorizar solamente; ¿qué más puede lograrse con tan pocos periodos y tan breves? Manejar tal complejidad es desquiciante. ¿Qué adulto toleraría tener ocho, diez o doce jefes distintos? Cada uno con demandas y exigencias diferentes. Eso es lo que debe enfrentar cada semana la joven de catorce años en su escuela secundaria.
Además, el mobiliario escolar y la estructura de las aulas tampoco responden a la persona del estudiante. Están pensados en función del docente. Una vez que concluye preescolar, desde primaria a posgrado, el estudiante promedio transita por aulas centradas en el profesor; no en el estudiante y su aprendizaje.
¿Y el currículo? Tampoco parece regido por las necesidades, psicología e intereses de los adolescentes. Ni las ciencias ni la lengua, ni las matemáticas ni las artes se enseñarían, se dosificarían y promoverían como hoy se hace, si primordialmente se tomara en cuenta a los jovencitos de doce a catorce años que las sufren.
Estas razones bastan para explicar las altísimas tasas de deserción, precisamente en el nivel de secundaria. Si el estudiante empieza su día semidormido, enfrenta un frío agresivo, y es reprendido por no entender ni atender temas ajenos a sus temores y pasiones, terminará dejando la escuela.
Esta fría realidad sí cala hasta los huesos. Duele, como duelen los recién descubiertos jóvenes que ni estudian ni trabajan. Los cientos de miles de mexicanos sin horizontes, contados por el INEGI, que se convertirán antes que nos demos cuenta, en los millones que calculó el doctor Narro. Y no hay previsiones para revertir la tendencia.
Este sí es un frío futuro para nuestro país; un frío amanecer sin esperanza.
¿Qué pasará con el transcurso de los años? Es de prever que estos mismísimos jóvenes, llegado el momento, se vengarán de las malas decisiones con las que tanto los fastidiamos en su adolescencia. Y al no poder obligarnos a pagar la factura, harán que las siguientes generaciones vivan experiencias igualmente absurdas; y así se perpetuarán las condiciones inhóspitas de la escuela secundaria? ¿Vamos a esperar a que un meteorito, una crisis energética o un virus letal anuncien la consumación de los siglos, y con ella el fin de las prácticas educativas contrarias a la naturaleza de los adolescentes? Porque si así fuera, entonces sí, nadie se librará del frío.
¿Y el currículo? Tampoco parece regido por las necesidades, psicología e intereses de los adolescentes. Ni las ciencias ni la lengua, ni las matemáticas ni las artes se enseñarían, se dosificarían y promoverían como hoy se hace, si primordialmente se tomara en cuenta a los jovencitos de doce a catorce años que las sufren.
Estas razones bastan para explicar las altísimas tasas de deserción, precisamente en el nivel de secundaria. Si el estudiante empieza su día semidormido, enfrenta un frío agresivo, y es reprendido por no entender ni atender temas ajenos a sus temores y pasiones, terminará dejando la escuela.
Esta fría realidad sí cala hasta los huesos. Duele, como duelen los recién descubiertos jóvenes que ni estudian ni trabajan. Los cientos de miles de mexicanos sin horizontes, contados por el INEGI, que se convertirán antes que nos demos cuenta, en los millones que calculó el doctor Narro. Y no hay previsiones para revertir la tendencia.
Este sí es un frío futuro para nuestro país; un frío amanecer sin esperanza.
¿Qué pasará con el transcurso de los años? Es de prever que estos mismísimos jóvenes, llegado el momento, se vengarán de las malas decisiones con las que tanto los fastidiamos en su adolescencia. Y al no poder obligarnos a pagar la factura, harán que las siguientes generaciones vivan experiencias igualmente absurdas; y así se perpetuarán las condiciones inhóspitas de la escuela secundaria? ¿Vamos a esperar a que un meteorito, una crisis energética o un virus letal anuncien la consumación de los siglos, y con ella el fin de las prácticas educativas contrarias a la naturaleza de los adolescentes? Porque si así fuera, entonces sí, nadie se librará del frío.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario