Autora: Ma. Isabel Royo Sorrosal.datos del autor haz clikc aquí
Publicado: La primera de Puebla, 27 de octubre de 2010
Publicado: La primera de Puebla, 27 de octubre de 2010
Los fracasos y frustraciones reiterados en nuestra vida cotidiana política, profesional o familiar -experiencias muchísimo menos traumáticas que las vividas por aquellas personas- si se prolongan mucho tiempo, acaban por generarnos también ese dolor desapacible y la des-ilusión. Ambas experiencias tienen el poder de minar el conjunto de sueños y fortalezas con los que nos sentimos equipados y enfrentamos la vida. Son experiencias disgenéticas que requieren un tratamiento sicoético de la educación, en palabras del pensador español Fernando Rielo.
El psiquiatra austríaco Viktor Frankl, tras vivir la espeluznante realidad de los campos de concentración, expresaba que los hombres una vez liberados estaban amenazados por otras dos experiencias despersonalizadoras: la amargura y el des-encanto.
Todos tenemos experiencia de que el dolor está presente de manera continua en la vida humana, ya sea en forma de enfermedad, violaciones, muerte, desengaños o reveses. El dolor puede quitarnos la ilusión de vivir, de sentir, de experienciar; puede robarnos el gusto necesario para enfrentar cada día. Muchos asumimos la experiencia de que ese dolor puede dar paso a la angustia pero, en el mejor de los casos, puede ser un ingrediente de la madurez personal.
Los ideales en los que cada quien cree, las ilusiones por las que se desempeña, producen una satisfacción y fortaleza que permiten responder a los retos que se van presentando en los diferentes ámbitos de la vida, por dolorosos o difíciles que sean. Sin utopías y el encantamiento que ellas producen difícilmente viviríamos.
Los dos autores antes mencionados, aunque de diferentes corrientes, señalan que la dirección y sentido encontrados por las personas para su existencia, son un punto de apoyo capaz de motivarlas verdaderamente, de producir cambios en su conducta y en su forma de ver el mundo. Una actitud de elección continua hacia nuestras metas, según esa dirección y sentido de vida, hará posible que el dolor adquiera un valor, y quede incorporado, tenga una utilidad en el logro y caracterización de nuestras relaciones.
Los padres, maestros, medios de comunicación y adultos de los diferentes sectores sociales, en general, tienen la responsabilidad educativa de fomentar estos saberes teniendo en cuenta las bases psicológicas y éticas del desarrollo humano. El tratamiento educativo tiene la misión de reconocer y transmitir estas vivencias que constituyen un patrimonio que los adultos tienen para los jóvenes, patrimonio adquirido en el tiempo. Si unimos al patrimonio cultural que transmitimos, el patrimonio humano que se genera en los adultos y en los jóvenes actores, se está permitiendo comprender y participar en una mejor vida para todos y cada uno de los miembros de la sociedad.
En la medida que cada persona, joven o adulto, evite caer en las trampas de la amargura y el desencanto, vivirá una madurez libre del temor a los otros y de la dependencia del prestigio. Sólo le quedarán los límites que su Dios le dicte, como expresó el psiquiatra austriaco.
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