Autor:
Alfonso Álvarez Grayeb
Publicado:
Síntesis Puebla, 09 de octubre de
2011
Para ejercer la acción gastronómica los mexicanos disponemos de
una riqueza envidiable producto de una maravillosa mixtura de culturas. Pero yo
sólo hablaré de la sabrosa micro-cultura que se da en torno a un puesto de
memelas, ese bocado plebeyo y divino en el que converge tanta historia.
Digamos de entrada que el mexicano es movido hacia un puesto de memelas no por hambre prosaica sino por antojo, que tiene el buen gusto de asaltarnos en los días de asueto. Este hecho marca no sólo los, ritmos pausados que se requieren para el disfrute, sino al aliño relajado que le es natural y que tanto aporta al acercamiento de los más alejados estratos sociales. En los puestos siempre es bienvenida la posibilidad de desear buen provecho a los albañiles escapados de la obra 'o al velador que terminó su turno sin novedad, con los que coincido en la convergencia del antojo de los sabores nacionales. Oír su "buenos días Jefa" a la cocinera me regala la reminiscencia de una cara imagen: la de mi propia madre sirviendo los alimentos a una turba infantil. De ahí que el estatus de la señora cocinera sea fugazmente el de una madre sustituta: "por favor señora (serio), prepáreme una bandera y una quesadilla de chicharrón, si, con todo". Los comensales compartimos el buen humor de aquella mañana luminosa que ahora sí tenemos tiempo de gozar, y cumpliendo con una hermosa costumbre mexicana deseamos buen provecho a la concurrencia, cosa impensable en un McDonald's. Como en ninguna otra coyuntura ni en otro lugar, surgen conversaciones relajadas entre personas que jamás la tendrían en otro contexto. De qué otra forma nos enteraríamos que esa pareja mayor viene desde Cholula a comer memelas con esta señora, porque antes eran vecinos y se acostumbraron al sabor de la salsa verde. La coca cola se convierte por un minuto en la bebida nacional al crear la ilusión de mitigar los estragos causados por el chile cargado de vitamina C y capsaisina anti-cancerígena, pero que qué sabroso pica y cómo nos carga de endorfinas.
El ritual se completa cuando tengo que partir y pienso dos segundos y medio en el posible colesterol que circulará pronto en las venas, pero que controlaré con una pastilla planeando un ejercicio que jamás llegará. Entrego mi plato de plástico, pregunto cuánto ha costado mi festín, me despido de todos diciendo un cálido buen provecho, y alguien me suelta un "que Dios lo bendiga". La vida es buena.
Digamos de entrada que el mexicano es movido hacia un puesto de memelas no por hambre prosaica sino por antojo, que tiene el buen gusto de asaltarnos en los días de asueto. Este hecho marca no sólo los, ritmos pausados que se requieren para el disfrute, sino al aliño relajado que le es natural y que tanto aporta al acercamiento de los más alejados estratos sociales. En los puestos siempre es bienvenida la posibilidad de desear buen provecho a los albañiles escapados de la obra 'o al velador que terminó su turno sin novedad, con los que coincido en la convergencia del antojo de los sabores nacionales. Oír su "buenos días Jefa" a la cocinera me regala la reminiscencia de una cara imagen: la de mi propia madre sirviendo los alimentos a una turba infantil. De ahí que el estatus de la señora cocinera sea fugazmente el de una madre sustituta: "por favor señora (serio), prepáreme una bandera y una quesadilla de chicharrón, si, con todo". Los comensales compartimos el buen humor de aquella mañana luminosa que ahora sí tenemos tiempo de gozar, y cumpliendo con una hermosa costumbre mexicana deseamos buen provecho a la concurrencia, cosa impensable en un McDonald's. Como en ninguna otra coyuntura ni en otro lugar, surgen conversaciones relajadas entre personas que jamás la tendrían en otro contexto. De qué otra forma nos enteraríamos que esa pareja mayor viene desde Cholula a comer memelas con esta señora, porque antes eran vecinos y se acostumbraron al sabor de la salsa verde. La coca cola se convierte por un minuto en la bebida nacional al crear la ilusión de mitigar los estragos causados por el chile cargado de vitamina C y capsaisina anti-cancerígena, pero que qué sabroso pica y cómo nos carga de endorfinas.
El ritual se completa cuando tengo que partir y pienso dos segundos y medio en el posible colesterol que circulará pronto en las venas, pero que controlaré con una pastilla planeando un ejercicio que jamás llegará. Entrego mi plato de plástico, pregunto cuánto ha costado mi festín, me despido de todos diciendo un cálido buen provecho, y alguien me suelta un "que Dios lo bendiga". La vida es buena.
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