Autor: José Vicente Hurtado Herrera
Publicado: en
Lado B, 25 de octubre de 2011
La
violencia es una realidad que nos está agobiando a los ciudadanos de este país,
una situación que todos los días se nos hace presente en noticias, en
acontecimientos delictivos que van dejando de ser anécdotas ocurridas a otros y
que cada vez son más experimentados en carne propia.
La
violencia que vivimos tiene su origen en diversos factores: el narco, la
delincuencia organizada, la mala estrategia gubernamental, e incluso la cultura
y los valores imperantes. Cierto es que la violencia no representa un dato
nuevo para nuestra condición humana, pero tampoco para nuestra realidad como país;
la novedad radica en la generalización, en su crueldad, en su sinsentido, en el
miedo que va generando en amplios sectores de la población.
La
violencia ha venido, poco a poco, a impactar en nuestra forma de vivir, en
nuestros proyectos, en nuestras expectativas de futuro, en las decisiones que
vamos tomando. La situación que vivimos no nos deja decidir con serenidad la
posibilidad de migrar a otra ciudad, de vacacionar en ciertos destinos, de
permitir a nuestros hijos participar en actividades fuera de la ciudad, e
incluso de transitar por ciertas carreteras del país. El miedo va ganando
terreno en nuestra vida cotidiana.
Existen
diversas posturas ante la violencia que nos invade, posturas que intentan
entender sus causas, sus consecuencias, así como proponer algunas alternativas
para hacerle frente. Al respecto, la educación se encuentra profundamente
retada, comprometida para asumir una postura crítica y propositiva frente al
fenómeno de la violencia, pues en sus aulas se encuentran todos los días millones
de niños y jóvenes quienes viven la violencia, personas en desarrollo con
quienes se puede caminar para generar otra conciencia del problema, para
establecer alternativas concretas.
Si
la educación realmente está comprometida en colaborar en el proceso de
desarrollo de los individuos, y mantiene una confianza plena en que todo lo
humano puede ser mejor, puede superarse, puede humanizarse, entonces tiene que
actuar en consecuencia y pensar seriamente de qué manera colaborar en
contrarrestar la violencia que se respira a diario.
La
educación está llamada a promover una cultura paz, y ello representa todo un
reto frente a un contexto que sistemáticamente promueve la violencia. En la
misma convivencia escolar encontramos prácticas de violencia, prácticas que se
justifican y normalizan particularmente entre jóvenes, quienes argumentan que
es propio de su etapa de vida: bromas pesadas, vocabulario ofensivo, exclusión
ideológica, física, de clase social. El primer gran reto está aquí, en no
solapar o normalizar prácticas que a todas luces son generadoras de violencia.
Al
respecto de lo anterior, hace unos días me sorprendió la actitud asumida por
algunos chicos al encontrarse en una actividad escolar que consistió en hacer
un recorrido por la ciudad en turibus, un camión de doble piso y descubierto.
Estos chicos tenían una fuerte necesidad de divertirse molestando a los
transeúntes, arrojándoles cosas, gritándoles, mojándolos, etc. lamentablemente
para ellos no fue posible hacerlo por la presencia educativa del profesor.
Ellos mencionaban que es divertido agredir a otro (desconocido) y burlarse de
él, obviamente hecho en el anonimato, en condiciones en donde no pueda recibir
las consecuencias de la agresión. Al respecto me pregunto: ¿de dónde
aprendieron estas prácticas? ¿de dónde les nace esta actitud de “gandallismo”,
de divertirse a costa de agredir a otros? ¿quién les ha hablado o mostrado la
actitud de “arrojar la piedra y esconder la mano”?
Seguramente
todos los actores sociales tenemos parte de culpa en esas “sutiles” expresiones
de violencia, desde la familia, los medios de comunicación y la escuela misma.
Los chicos de algún lado asumen y normalizan prácticas violentas.
Los
educadores no podemos implementar estrategias ingenuas, limitadas a charlas
moralizantes, estamos retados a ayudarle al chico a desarrollar su competencia
social, a que aprendan a convivir con otros sin abusar, sin pasar por encima de
ellos. ¿cómo asumir educativamente este reto? ¿qué estrategias educativas son
pertinentes? ¿qué experiencias exitosas se han implementado en otros contextos?
¿qué investigación debemos generar para diagnosticar la violencia en nuestra
escuela y así poder implementar estrategias convenientes?
Promover
una cultura de paz desde la educación, será posible en la medida que los
educadores de este país tomemos conciencia que tenemos una responsabilidad
urgente que asumir, que es la de colaborar en la formación de mejores personas,
de mejores ciudadanos, de personas promotoras de paz, y en esta medida
contribuir en la transformación de nuestro querido México.
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